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La maté porque era mía

Por Eva Jiménez Gómez
miércoles 18 de marzo de 2015, 06:38h

“Muchas de las actitudes machistas se toleran como si fueran virtudes varoniles”
El 25 de noviembre se celebra el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. Poca broma. En L’Hospitalet de Llobregat hemos sido testigos de dos asesinatos en poco menos de tres meses. Me pregunto cómo es posible que llegue a matarte la persona que prometió amarte durante toda la vida.

La Agencia de Derechos Fundamentales de la Unión Europea ha realizado un estudio que concluye que un tercio de las mujeres europeas ha padecido violencia física o sexual en algún momento de su vida. ¡Un tercio! No hablemos entonces de agresiones psicológicas ni de lo que ocurre en países que no conocen ni reconocen los derechos humanos.
Las estadísticas están bien para hacerse una idea de la dimensión del problema, pero nos dejan el corazón frío. Y lo fuerte, lo realmente fuerte, es que en L’Hospitalet hay dos mujeres menos y cuatro niños que se han quedado sin madre (y en un caso, también sin padre, pues éste se suicidó tras asesinar a su esposa). A ver cómo se lo explican a las pobres criaturas, porque yo no acabo de entenderlo.

Parece que se trata de dos casos diferentes. En el de finales de agosto, el agresor era de nacionalidad española y de mediana edad. Los vecinos comentan que él tenía problemas con el alcohol. En el de primeros de octubre, dicen que ella era una joven guapísima; y él, un brasileño muy celoso.

Generalizar es errar, pero yo creo que en la mayoría de los casos se produce un fenómeno que sintetiza muy bien la popular frase “la maté porque era mía”. El marido se cree con derecho al asesinato, porque la otra persona ha perdido su condición de tal, es decir, se ha convertido en un objeto, en una posesión más que puede manejar a su antojo.

Es fácil sentirse fuerte cuando la persona que tienes al lado es más débil que tú, bien físicamente, bien económicamente, bien emocionalmente. Pero, ¿quién es realmente el débil? Yo lo tengo muy claro: aquel que no puede vivir sin la otra persona, por mucho que la menosprecie y humille. De hecho, muchos hombres se suicidan después de cometer el homicidio, precisamente por eso, porque no saben qué hacer cuando su mujer ya no está con ellos. Aquella cuya sola presencia no soportaban se convierte, tras el asesinato, en la ausencia que les recuerda su insoportable soledad.

Y no hay que recurrir a casos tan extremos para descubrir signos de maltrato. El hombre que camina tres pasos por delante de su mujer, cuando salen a dar un paseo “juntos”. El marido que habla a su esposa a gritos y sin mirarle a la cara. El padre que se refiere a ella no por su nombre, sino con pronombres como “ésta”, “ésa” o “aquélla”. El hermano que la interrumpe o se ríe de ella cuando habla. El tío que se burla de su peinado, su ropa, sus gustos y aficiones. El abuelo que la insulta. Y para qué seguir.

El problema es que muchas de estas actitudes se toleran, como si fueran virtudes varoniles, y que los hijos aprenden de ellas. Y así vamos, de generación en generación, de degeneración en degeneración, ignorando el hecho de que la humanidad se aprende en casa, no en el juzgado, no en la escuela.
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