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Irrumpe la “glásnost”, que tiemblen los burócratas

Por Joan Carles Valero
viernes 26 de junio de 2015, 13:09h
La familia es la comunidad natural básica y la principal “barricada” de lucha contra la exclusión y la pobreza, el principal sostén del estado del bienestar. Las familias son las que están salvando a muchos ciudadanos del naufragio que supone la crisis, las que acogen a los despedidos, divorciados o desahuciados. Buena parte de los 219.524 pensionistas que viven en L’Hospitalet (60.810) y el Baix Llobregat (158.714) ayudan a sus familiares directos.

La media de las pensiones en nuestro territorio Llobregat es de 963 euros, aunque sean pocos los que reciban esa cantidad exacta, porque las pagas de viudedad y las de antiguos autónomos son muy inferiores a las del régimen general de la Seguridad Social. En vez de dedicar ese dinero a disfrutar en viajes del Imserso, las pensiones se han convertido en el primer salvavidas de las emergencias familiares.

Después de la comunidad natural de la familia, están las comunidades voluntarias, las políticas, cuyo objetivo es el bienestar de las personas que la integran, compartiendo valores, intereses o fines. La comunidad voluntaria básica y esencial ha sido siempre el municipio. Hasta el punto de que los gobiernos locales son pieza clave e insustituible del bienestar individual y de la cohesión social. Después de la familia, los ayuntamientos son la segunda barricada del Estado del bienestar.

La revolución posible
Alexis de Tocqueville señaló que la ciudad es espacio de libertad y “en la ciudad reside la fuerza de los pueblos libres”. Ulrico Beck enseñó que “no se puede entender la globalización sin el concepto de lo local” y que debemos hallar lo universal en las entrañas de lo local, en el municipio. Así, la ciudad es “una revolución posible” (María Sintes) y es en la ciudad, reinventándola cada día, donde tenemos que producir una respuesta regenerativa de la sociedad injusta e insostenible.

La ciudad es cultura, expresión de las diferencias de sus habitantes en una convivencia que implica reconocimiento, valoración, diálogo y participación. La ciudad es también espacio urbano, escenario de planificación territorial marcado por el legado de la historia y el medio ambiente. Un espacio que también es “social”, siempre en búsqueda del bienestar de sus moradores. La ciudad también es espacio simbólico, expresado en sus instituciones, historia, personajes, tradiciones, fiestas, monumentos... Todo ello configura una conciencia, un sentimiento de pertenencia comunitaria.

Encomendar, nunca delegar
Para hacer posible todo eso, la ciudad también es un espacio organizativo de gobierno, de política, es decir, de planeamiento de la vida en común para lograr el anhelado bienestar. En un sistema democrático como el nuestro, los ciudadanos hemos encomendado, nunca delegado, a un grupo de semejantes agrupados en listas de diferentes opciones políticas, la tarea fundamental de dirigir la promoción de ese bien común de bienestar individual y de bienestar colectivo o cohesión social.

Es en los municipios donde los grupos de ciudadanos elegidos por sus convecinos constituyen desde el 13 de junio el gobierno de nuestras ciudades y pueblos, con la fundamental tarea de fomentar el bien común. Son nuestros Ayuntamientos, alcaldes y concejales, hombres y mujeres que han recibido esa encomienda esencial de sus vecinos. Y a ella deben entregarse con abnegada ilusión y dedicación.
Pero no podemos olvidar que la política es tarea de todos y que los tiempos han cambiado hasta el punto de perder mayorías absolutas y que los partidos emergentes, prácticamente sin organización ni militantes, hayan irrumpido en los plenos municipales para aportar otros puntos de vista y aire fresco a décadas de gobiernos monocolor en nuestra comarca. En los 36 años transcurridos de democracia municipal se ha logrado elevar el nivel de vida de nuestras ciudades y pueblos, pero también se ha caído en vicios, entre los que destaca creer como propio el patrimonio común. Los ayuntamientos son la casa de todos y quienes han recibido la encomienda de gestionarla no deben alejarse del bien común, por encima de los intereses partidistas y familiares.

Los “millennials” españoles, con edades comprendidas entre 18 y 30 años, son los más pesimistas de Europa, puesto que solo un 13% cree que mejorará el nivel de vida de sus padres. Por eso viven aún bajo el techo y sustento familiar. Su retrato robot es el de un joven que está dispuesto a aceptar un trabajo alejado de sus expectativas, aunque fuera “detestable”. Con semejantes convicciones, se entiende mejor esta generación incomprendida, la más pesimista de las cuatro que convivimos en España: los niños de la guerra (nacidos en 1938 o antes), los de la autarquía (1939-1958), los reformistas (1959-1973) y los ciudadanos nuevos (nacidos a partir de 1974), que pasan por ser los protagonistas del cambio electoral que atraviesa nuestro país.

El cáncer de la corrupción
En ese contexto, de cada diez personas encuestadas en edad de votar, diez de ellas creen que existe corrupción política, casi diez que los partidos tapan a sus corruptos y ocho que los políticos crean problemas en lugar de resolverlos porque defienden sus intereses en lugar del interés general. No extraña que los “millennials” hayan sido los promotores del profundo cambio político anunciado en las elecciones municipales.
Nuestros políticos deberán tomar nota de que ese cambio no ha hecho más que iniciarse, porque en los próximos cuatro años de legislatura local se avecina un aumento de la exigencia de transparencia y la rendición de responsabilidades. El poder representativo atraviesa su crisis más profunda y la España del siglo XX, representada en sus políticos, se ha hundido en el desprestigio más absoluto. En su libro “La perestroika de Felipe VI”, Jaime Miquel recuerda que “el problema son los burócratas”, como se decía en la URSS de Gorbachov a finales de la década de 1980. Nadie imaginaba entonces que aquel inconmensurable poder soviético no tardaría en colapsar y formar parte del pasado. Y sucedió, casi de repente, la “glásnost”, que en ruso significa transparencia, franqueza. La URSS demostró hace tiempo que nada es para siempre por mucho que lo parezca. Excepto la familia, institución eterna porque en ella reina la transparencia y la solidaridad. Las urnas han reclamado “glásnost” en L’Hospitalet y el Baix. Me consta que los que han resultado elegidos son conscientes de ello. Pero no sus burócratas. Tendrán que hacer limpieza si no quieren verse como la URSS. III

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