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Puigdemont está a horas de dar un paso al frente definitivo en el llamado 'procés'. En la imagen, durante la entrevista con El Llobregat, el pasado diciembre de 2016, en su despacho del Parlament de Catalunya
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Puigdemont está a horas de dar un paso al frente definitivo en el llamado 'procés'. En la imagen, durante la entrevista con El Llobregat, el pasado diciembre de 2016, en su despacho del Parlament de Catalunya (Foto: M. F. )

El futuro es federal o no hay futuro

10 de octubre

martes 10 de octubre de 2017, 10:17h

A las seis de esta tarde está prevista la comparecencia del president de la Generalitat en el pleno del Parlament a propuesta del grupo parlamentario de CSQP. El pleno previsto para dar a conocer al Parlament oficialmente el resultado del referéndum catalán, reconocido como legal y vinculante por el Govern, debía celebrarse ayer, pero el TC lo suspendió y la mesa decidió posponerlo para el día de hoy.

La comparecencia es para analizar la situación política y en las comparecencias no hay votaciones, de manera que la petición de los comunes más Podem pretendía sortear dos escollos: la suspensión del pleno por el TC y la votación del plenario sobre el futuro derivado del análisis de la situación política.

Pese a ello, todo el mundo afirmaba ayer que el independentismo había reservado ese día para la histórica decisión de declarar unilateralmente la creación del nuevo Estado catalán, la República catalana independiente, o la separación del reino de España, fórmulas todas ellas cargadas de matices pero que vienen a representar lo mismo, el fin del Estado de las autonomías surgido de la Constitución del 78 y la quiebra de la legalidad vigente surgida de la Transición.

Quienes vivimos la Transición y criticamos, de bastante jóvenes, la deriva que iba tomando y el desencanto que esa deriva producía —ya en aquellos mismos años— a muchos de quienes esperábamos otra democracia, otro sistema, otro modelo de Estado y otros mecanismos de participación social, tal quiebra era previsible. El Estado de las Autonomía era un bluf, a medio camino entre el federalismo de Estado y el Estado centralista. El país, después del Una, Grande y Libre del franquismo y del España mejor roja que rota, que se le adjudica al opositor republicano José Calvo Sotelo, no estaba preparado para una España Federal, pero tampoco podía limitarse al centralismo uniformador y represivo del franquismo. Sobre todo tras la contundencia del mensaje democratizador de la Assemblea de Catalunya que reclamaba libertades y la vuelta a la legalidad republicana a través del Estatut de Autonomía.

Los límites del 78

Los componedores de la carta magna encontraron esa salida coyuntural que jamás debió ser considerada una solución definitiva, porque no podía serlo. Porque no hay modelos homologables y porque es una solución intermedia que solo puede desembocar en el federalismo, si las cosas evolucionan convenientemente, o en el retroceso o la ruptura, si evolucionan como han evolucionado: con las resistencias miopes, en estos casi cuarenta años, de los partidos de la Transición —PP y PSOE— que nos han llevado hasta donde estamos ahora.

O sea que las culpas, por favor, compartidas. Lo lógico es que el Estado de las Autonomías hubiera evolucionado progresivamente hasta la España Federal. Lo ilógico han sido las históricas reticencias del nacionalismo español que han provocado resistencias sin límite hasta ahora mismo.

Frente a la Catalunya federal ha habido, por lo tanto, esos dos obstáculos destacables: de un lado el resistencialismo de los nacionalistas españoles y de otro el trabajo de carcoma del nacionalismo independentista catalán. El enfrentamiento a largo plazo estaba cantado. Si no se imponía la solución más lógica, se impondría una de las dos soluciones polarizables; y viendo la competencia de ambos polos, es evidente que el independentismo ha presentado muchísima más competencia política que los otros dos extremos que siempre han confiado mucho más en la coyuntura y el entorno que en su propia acción. La fuerza del Estado y la inclusión en Europa representaba para el nacionalismo español, el dique donde cualquier otra opción había de estrellarse por fuerza. Y en eso estamos.

Hoy es el día del golpe contra el dique. Y en esos golpes se daña tanto el que golpea como el que resiste. Ha avisado todo el mundo de que el choque debilitará a los contendientes pero todos hacen ver que se sienten tan fuertes y cargados de razones que, objetivamente observado, resulta inevitable. La fórmula, a estas alturas, casi ya es lo de menos.

Porque además, aquí, se cruzan a mi juicio dos estrategias. Una doble, por parte de los independentistas, que pasa por trasladar el conflicto a la Unión Europea a la vez que elevarse a un plano de igualdad de soberanías con el Estado. Y otra simple por parte del gobierno central: acabar con el perturbador aprovechando la perturbación para señalar que se ha ido demasiado lejos en las concesiones nacionales en el Estado. En lugar de caminar hacia la salida imprescindible, que ya estaba clara en el año 1978, aunque resultaba impracticable con el ejército tutelando y el franquismo a medio descomponer, se va hacia el extremo opuesto, hacia la recentralización suicida.

La mala táctica

Quizás no sea eso lo que desea el PSOE, aunque es indiscutible que es lo que el PP va a impulsar. Por eso el choque contra el dique de hoy es una oportunidad única por parte de quienes cometieron el error histórico de someterse a la inercia del nacionalismo español más retrógrado, de navegar a toda máquina hacia el Estado federal. Con el choque contra el dique, se reprime el independentismo pero se resquebraja —todavía más— el Estado. Quizás debieran unirse fuerzas para acabar con el PP y terminar lo que en el 78 quedó a medias.

Ya se ve que doy por hecho que la independencia de Catalunya se convierte en quimera en cuanto se acelere contra el muro. Probablemente haya razones ancladas en la historia más reciente que aconsejen la maniobra suicida y la del enfrentamiento de soberanías no es una razón menor. Es sobre la igualdad de soberanías que debe componerse un Estado moderno, sobre todo allí donde hay un sentimiento nacional muy arraigado.

Lo contrario es ponerle puertas al campo. Pero si, en mi opinión, los movimientos estratégicos son imprescindibles, una mala táctica puede arruinar el diseño. Y el independentismo está cometiendo la calamidad, a mi juicio, de utilizar la táctica de la ilegitimidad democrática para levantar un futuro Estado catalán que se había diseñado estratégicamente como evidencia de la imposibilidad de cualquier otra salida.

Frente a la imposibilidad de cualquier otra salida no es prudente forzar argumentos poco sólidos porque corres el riesgo de que no se entiendan. Precisamente para forzar salidas imposibles si de algo te tienes que cargar es de razones políticas, no solo de razones morales. Y basar el movimiento táctico de la proclamación de una nueva realidad sobre los resultados de un referéndum que no lo fue, no parece un argumento digerible para quienes, desde la distancia, muestren las máximas simpatías por la estrategia final. Ya no digamos para quienes están en contra.

A diferencia del nacionalismo independentista, me pongo en el sector de quienes piensan que cambiar España no es imposible. Sobre todo porque, como la historia nos enseña, no existen los imposibles en la política. Y pese a que el mundo parece que va a la deriva, pienso que este es el Estado natural del mundo, pese a lo cual, el progreso se impone, lo que pone de manifiesto que, en el fondo, la racionalidad, entre avances y retrocesos, acaba imperando.

Y yo no tengo dudas de que el mundo va hacia el reconocimiento de las soberanías, por lo tanto, de la descentralización de las naciones y de la autoorganización de los Estados, lo que no quiere decir más fronteras interiores sino fronteras inexistentes por su permeabilidad.

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