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En la muerte de Germán Funes Sanchís

En la muerte de Germán Funes Sanchís

El miércoles 17 de diciembre murió Germán Funes Sanchís, un amigo. A muchos su nombre apenas les dará información, pero si decimos que fue el fundador de la Llibreria Els Pins de la calle Josep Maria de Sagarra del barri Centre de l’Hospitalet, a finales de los años 70 del siglo pasado, no pasará desapercibido para los innumerables clientes habituales y esporádicos que acumuló la principal y casi única librería que tuvo l’Hospitalet en los imposibles años del inicio de la democracia.
Conocí a Germán una tarde justo en la acera de donde al día siguiente se iba a inaugurar la librería, terminando de construir el mostrador y las estanterías de aquel comercio que ponía en marcha con apenas 25 años, con más ilusión que conocimientos y con más atrevimiento que cálculo. Una librería fabricada con sus propias manos e inaugurada con sus propios libros, a la espera de que las distribuidoras confiaran en la viabilidad de un proyecto que, para una ciudad desvertebrada y de escasa cultura lectora, parecía una imprudente quimera. Después de Els Pins, pero por la misma época más o menos, abrieron la Librería de La Florida, en ese barrio aún más árido para una iniciativa tan atrevida, y la Catalunya en Santa Eulàlia, de la mano de gente tan emprendedora, honesta e izquierdosa como el propio Germán. Pero Els Pins, desde el primer día, fue mucho más que una librería al uso. Fue lugar de encuentro, espacio de relación, ámbito de cultura. Consiguió que varias decenas de lectores potenciales se avinieran a constituirse en clientes regulares que pagaban una cuota fija mensual para adquirir libros a voluntad, según sus propias necesidades y ritmos de lectura.

De insólita cultura política e intelectual
A Germán, de una insólita cultura política e intelectual —lector de clásicos marxistas pero también de novelistas de culto y de escritores de novela negra (a mi me hizo amar a Dashiell Hammett, por ejemplo)— enseguida se le hizo estrecha su vocación de librero. En realidad su auténtica vocación era la de emprendedor cultural y artista polifacético, aunque tenía una envidiable cultura económica y una visión muy práctica del mercado que terminaría por hacerle ganar mucho dinero, una substancia a la que en su vida dio tanta importancia como para dedicarle demasiado tiempo.

Cuando Els Pins se le hacía pequeña, confabuló con Sebastià Badia, su amigo del alma, y con otros cuatro amigos de l’Hospitalet entre los que me encontraba, para crear el Servei d’Acció Cultural (SAC) —fuimos, durante un tiempo, els homes del sac— con Els Pins como eje central y con el objetivo de convertir la librería en una cooperativa que vendiera libros a la vez que organizara actividades culturales de relieve que fueran capaces de acercar hasta l’Hospitalet lo más granado de la cultura catalana y española. De ahí, de su magín y de su inteligencia, surgió también la idea de crear con otras librerías y papelerías de la ciudad una central de compras que llegó a funcionar con notable éxito durante un tiempo y que permitió un alivio de costes para negocios que apenas daban para comer.

Yo mismo, cuando como consecuencia de una represalia laboral, me quedé sin empleo, trabajé en Els Pins distribuyendo libros, gracias a su generosidad sin mácula, cuestión esta que le recordé no hace ni un mes, cuando le visité por última vez en su casa de Sitges ya muy enfermo. Con él, a medias, compré mi primer coche y con él, con su entusiasmo, me atreví a poner en marcha la revista Papers de Ciutat, que nos duró cuatro números pero que afianzó nuestra amistad y mi respeto por su inteligencia, capacidad de trabajo y visión de futuro.

Ni el SAC prosperó, ni Papers de Ciutat, ni nada que oliendo a prensa libre o a cultura sin ataduras pudiera desarrollarse en una ciudad donde Germán Pedra y sus muchos acólitos lo llenaban todo y lo monopolizaban sin tregua. La opción era abandonar o integrarse, y sólo los que se integraron hicieron carrera. Hasta hoy mismo. La evidencia y nuestra mutua elección hizo que Germán se sintiera muy próximo a mi y yo a él, pero cuando tuvo que traspasar la librería, cansado de trabas y sin oler futuro, buscó trabajo fuera y perdimos el contacto durante años.

Nos íbamos a reencontrar en la fiesta del 50 cumpleaños de Sebas Badía. Antes, mi amigo Valero que era redactor de Economía en ABC, ya me había comentado que detrás del exitoso grupo Lizarrán de tabernas especializadas en tapas vascas, estaba Germán Funes y otro socio que falleció poco después, creo recordar, en un accidente de tráfico. Entre el cierre de la librería y la creación de Lizarrán, Germán trabajó en el ayuntamiento de Sabadell, se emparejó y tuvo una hija, Júlia, montó diversas empresas inmobiliarias, construyó un hotel en Sitges, etc. etc.

Hizo dinero tras la venta del grupo, pero me confesó que no consiguió ser feliz auténticamente hasta que se dedicó en cuerpo y alma a su tarea de creación artística, primero con un amigo pintor, forjando Tándem, y más tarde en solitario creando una magnífica y esplendorosa colección de collages que ha dejado interrumpida, pero muy sólidamente edificada, tras su muerte. Feliz, también, porque según me comentaba, había encontrado en su compañera Neus, el nuevo amor de su vida que le iba a acompañar estrechamente en sus últimos días.

Frugal, modesto y austero
En estos últimos años nos íbamos viendo de cuando en cuando, ya tocado por la enfermedad, pergeñando proyectos en torno a su creación artística. Comíamos en el paseo marítimo de Sitges y después caminábamos largamente por la playa hablando de política y de ideología, recordando nuestros proyectos de juventud y estrechando nuestra amistad.

En ocasiones nos llamábamos y alargábamos nuestras conversaciones telefónicas saltando de tema en tema hasta el paroxismo: parecía como si necesitáramos hablar y constatar nuestras coincidencias y desacuerdos, para reforzarnos mutuamente. No había ocasión en que no aprendieras algo de Germán y así hasta el último día. En la última ocasión que nos vimos —luego aún hablaríamos un par de veces por teléfono— estaba ya muy débil y me dedicó el último libro que había escrito. No pudo siquiera acompañarme hasta la puerta.

En la escueta pero entrañable ceremonia fúnebre que se organizó para darle el adiós cargado de afecto que se merecía, se leyeron unas cuantas poesías que había escrito. Algunas de ellas de los años 70. Jamás supe que escribía poesías. Y jamás supe de su calidad hasta ese día. Era el ser humano más frugal, modesto y austero que he conocido.
Se nos ha ido un sabio y yo he perdido a un amigo. Pero su memoria sigue ahí, acompañándonos hasta el último día. III

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