Las cámaras captaron instantáneas para la historia, como la de uno de los alborotadores trumpistas haciendo ondear la bandera confederada dentro de la sede del poder legislativo norteamericano —algo que no había sucedido en los más de doscientos años de historia democrática del país— o la de varios manifestantes ocupando los escaños y los despachos de los congresistas. Por fortuna, la democracia estadounidense logró resistir el envite de la masa ultra, pero el episodio dejó suspendido en el aire el interrogante sobre cómo había podido llegar a suceder algo como aquello en una nación con una sólida cultura democrática.
Algunas de las explicaciones más simplistas señalaron casi de inmediato que el episodio fue consecuencia de un berrinche narcisista del entonces presidente saliente, Donald Trump, quien, ante la posibilidad de verse derrotado en las urnas, en lugar de aceptar la probable victoria de su adversario había azuzado la desconfianza de los ciudadanos en el sistema electoral y dado alas a grupos conspiracionistas. Sin ir más lejos, aquel mismo seis de enero, cuando los ánimos estaban caldeándose en la capital norteamericana, el candidato republicano acusó públicamente a las instituciones de “no haber hecho lo que se debía para proteger a nuestro país y nuestra Constitución”. Así que parece razonable pensar que la dialéctica empleada por el ahora de nuevo presidente prendió la llama que estuvo a punto de provocar un incendio de nefastas consecuencias políticas y sociales. No obstante, el asalto al Capitolio por parte de simpatizantes trumpistas cercanos a movimientos como QAnon o Groypers tuvo razones más profundas y complejas, sobre las que con una década de anticipación escribió el guionista Ed Brubaker en los tebeos del Capitán América.
A pesar de los prejuicios que algunos lectores sienten hacia los cómics de superhéroes, lo cierto es que la revista del vengador de las barras y estrellas ha sido durante el último siglo una de las más interesantes para tomarle el pulso a la nación estadounidense. Por ejemplo, Captain America fue una de las primeras publicaciones en posicionarse abiertamente a favor de entrar en guerra contra el nazismo. Jack Kirby dibujó entonces una de las portadas más emblemáticas de la historia del noveno arte, en la que el protagonista le atizaba un derechazo a Adolf Hitler, lo que constituyó una llamada de atención para decenas de miles de jóvenes lectores.
En la misma línea, algunas décadas más tarde Ed Brubaker escribió una historieta en cuatro episodios titulada “Dos Américas” (Captain America #602-605), que señalaba los problemas sociales que iban a conducir a la polarización del electorado y anticipaba la posible violencia, la amenaza para la democracia que podían llegar a suponer los problemas y el descontento crecientes en las zonas más deprimidas del país.
Resumido de forma sencilla, “Dos Américas” narra a los héroes tratando de desarticular a una especie de guerrilla paramilitar organizada por un exmilitar con superpoderes que en los años cincuenta había llegado a portar el icónico escudo del Capi. Así explicado, no parece gran cosa. El enésimo blockbuster de acción. Sin embargo, lo que hace de este un tebeo interesantísimo es que el guionista no se centra solo en las explosiones y los puñetazos y, además, pone cuidado en no escribir al antagonista, William Burnside, como un personaje plano, que es malvado porque es malvado. Al contrario, Brubaker nos asoma a sus razones y trata de que comprendamos —aunque la vayamos a rechazarla de plano— la lógica que rige las acciones de ese Centinela de la Libertad apócrifo. “Viajando en autocar desde Nueva York hasta Idaho, el hombre que iba a ser el Capitán América aprendió mucho sobre el rostro cambiante de su país…”, escribe en una serie de viñetas que muestran cómo el paisaje se va deprimiendo a medida que el coche de línea se aparta de las zonas prósperas de la Costa Este. Los ambientes rurales vaciados y las ciudades empobrecidas por el decaimiento de la industria pesada insuflan en el antagonista una amarga sensación de injusticia ante los problemas que todos esos americanos “honestos de clase trabajadora” tienen para salir adelante.
Parece evidente que el guionista desea que entendamos que algunas de las demandas que hace el villano son legítimas. No resulta complicado compartir reclamaciones como que el Estado debería velar por los más desfavorecidos o procurar mejores condiciones a los sacrificados agricultores y ganaderos. Lo que también parece advertirnos Brubaker es que ese sentimiento de haber sido dejados atrás, la frustración que provoca y la incertidumbre respecto al futuro de quienes viven en la precariedad son terreno abonado para que propuestas nada edificantes echen raíces. Y es que si Burnside es un villano, a priori, no es por lo que querría lograr, sino porque teniendo a su disposición múltiples formas de contribuir al bienestar de su comunidad, escoge la violencia.
Claro que, con el pasar de las páginas, también esas reclamaciones que parecían provenir del sentido común se van volviendo controvertidas. Burnside acaba por reclamar soluciones solo para “los míos”, dejando él mismo atrás a quienes no considera americanos de bien. Y ese es otro de los rasgos que hacen de este William Burnside lo opuesto al héroe que da título a la serie: que su discurso refleja una apropiación de lo nacional y se revela excluyente.
Leído quince años después de su publicación, el discurso populista y testosterónico que enarbola el villano nos puede llevar a pensar en cualquiera de los agitadores de la extrema derecha que en estos días vomitan sus discursos de odio tanto en las redes sociales como en sede parlamentaria.
Claro que hay un guiño casual que hace casi imposible no pensar en que aquello con lo que el autor especuló al escribir a Burnside acabó concretándose específicamente en el trumpismo. Y es que el antagonista siente añoranza por el “great country” que algún día fue Estados Unidos, y sus acciones tienen como objetivo devolverle ese esplendor, es decir, “Make America Great Again”. En las viñetas, este Burnisde organiza a un grupo de ciudadanos descontentos para volar por los aires la Presa Hoover. Tal vez no se le ocurrió que podía espolearlos para marchar hasta Washington y tratar de tomar el Capitolio. III