Puestos a hacer cábalas sobre lo que nos puede deparar este nuevo Papa, es importante tener en cuenta que León XIV entiende el papel de la Iglesia no como un poder terrenal en pugna con los Estados, sino como conciencia moral y faro espiritual en un mundo desorientado. Una concepción en la que resuena con fuerza la visión agustiniana del ser humano como peregrino en busca de sentido. No está mal: en un mundo necesitado de referentes éticos globales, esa aspiración moral con fuerte regusto a convicciones éticas resulta especialmente pertinente y necesaria.
De hecho, ya en sus primeras intervenciones León XIV ha subrayado la urgencia de promover la paz, la justicia social y el diálogo entre religiones. Es también interesante observar que su carrera clerical le inclina a mirar hacia las periferias justo en un momento en el que Occidente cierra fronteras en medio de discursos de odio hacia las personas inmigrantes. Por todo ello, quién sabe si su figura, poco amiga de doctrinas y ortodoxias cerradas, podría ejercer de contrapeso en un tablero geopolítico escorado hacia el extremismo o, como mínimo, convertirse en un líder moral –y ético– capaz de tender puentes.
Cierto es que el nuevo pontífice hereda una Iglesia que enfrenta desafíos internos como los escándalos por abusos, la crisis de vocaciones o la ordenación de las mujeres, pero también lo es que tiene en sus manos la oportunidad de marcar el rumbo hacia una Iglesia más humilde, dialogante y profundamente comprometida con los más vulnerables. Agustiniana. III