Pero más allá de la disputa en cuanto al título, siempre me ha parecido peculiar que el genio literario de Kafka haya quedado tan asociado a un texto que ni de lejos me parece el más interesante de su bibliografía. Y en esto no soy particularmente original. Pensadores como George Steiner o Hannah Arendt sostuvieron que si el gran talento de Kafka era su capacidad para sugerir lo indecible este se manifestaba con mayor intensidad en El castillo. En su prólogo a los Cuentos completos publicados recientemente por la editorial Páginas de Espuma, Andrés Neuman considera que “el corazón” de la obra kafkiana son sus relatos.
Precisamente con una de esas narraciones de corta extensión ando medio obsesionado el último año, volviendo a sus páginas cada pocas semanas desde que al poeta y traductor Aurelio Major se le ocurriese recomendarme que la leyese. El cazador Gracchus (1917/1931) cuenta la historia de un hombre que tras fallecer no fallece, que tras despeñarse en la Selva Negra y morir, no consigue abandonar este mundo de los vivos; cuando intenta ascender “la infinita escalera” que conduce al más allá, despierta irremediablemente en una embarcación que lo lleva de un lado a otro, por ejemplo, al pueblo de Riva, donde sucede la acción. La acción que no es más que la llegada del cazador a esta aldea y un diálogo con el alcalde, a través del que conocemos la peculiar situación del protagonista, que no se resuelve. El cuento termina y suponemos que Gracchus continuará vagando.
Si Steiner y Arendt destacan de Kafka su capacidad para invocar ideas que no pueden ser resueltas y, mucho menos, resueltas a través del lenguaje, El cazador Gracchus parece una perfecta destilación del singular talento del autor judío. Tanto es así que durante las nueve décadas que ha transcurrido desde su publicación las apenas cuatro páginas que ocupa este relato en una edición estándar han alumbrado incontables cuartillas escritas por lectores que, desconcertados y atraídos en igual medida por la narración, han tratado de desentrañar su sentido y en ese empeño han contribuido tanto a aclarar la cuestión como a volverla más compleja.
La interpretación más extendida sobre el periplo de este Gracchus lo relaciona con los grandes temas de la obra de Kafka: el absurdo, la otredad, el juicio dictado por un poder invisible y caprichoso… Y, desde luego, estos fragmentos que Max Brod encontró en los papeles póstumos del autor y que preparó para su publicación enfrentan al lector con todas estas cuestiones. ¿Por qué no puede morir de una forma corriente Gracchus? ¿Quién lo ha condenado a esa itinerancia perpetua? ¿Existe un poder que pueda obrar tal cosa? El cazador se emparenta de ese modo con los protagonistas de las novelas de Kafka: con el actor principal de El proceso en que es víctima de una autoridad ilógica de la que no puede defenderse, con el agrimensor que protagoniza El castillo en su experiencia de la imposibilidad de llegar a un destino… con ambos y también con Gregor Samsa en el sentimiento de alienación y otredad que experimenta el personaje.
En una breve anotación, Roberto Calasso me llevó a considerar esta breve narración también a la luz de la figura del judío errante, ese mito antisemita que comenzó a circular por Europa alrededor del siglo XIII según el cual un judío habría sido condenado por Dios a vagar sobre la faz de la tierra por tiempo indefinido. De la misma manera que el judío errante hubiese querido permanecer en Jerusalén pero se ve arrojado al mundo, el protagonista kafkiano “que solo quiso vivir en sus montañas” se ve viajando “por todos los países de la tierra”. Al espejarlos a ambos, podemos leer el este cuento como una parábola sobre una vida despojada de sentido, de enraizamiento, de posibilidad de redención. En su conversación con el alcalde de Riva, Gracchus menciona que no puede saber si su situación es debida a alguna falta que cometió y, de ese modo, tampoco puede resarcirla.
Pese a que en la tradición interpretativa de la obra de Kafka se ha preferido habitualmente privilegiar una lectura política de su obra, en este breve cuento también podemos escuchar resonar el interés del autor praguense por la mística judía. Aunque esto se da de forma más evidente en El castillo, no me parece descabellado emparentar esa imposibilidad de Gracchus para ascender por la “infinita escalera” —que recuerda a la escalera de Jacob— con otra imposibilidad, la de reintegrarse en el principio creador del universo, que ocupó a los cabalistas y sobre la que el escritor leyó.
Pero El cazador Gracchus tampoco se agota ahí. Y es que en la narración podemos encontrar cierto rastro biográfico que nos invita a observarla todavía de otro modo: como un testimonio de la tensión que supuso para Kafka su enamoramiento de “una muchacha cristiana” durante una estancia en un sanatorio cuando mantenía una relación —eminentemente epistolar— con Felice Bauer. A este respecto, es W. G. Sebald el que nos lanza algunas pistas en esa especie de ficción-ensayo que incluyó en Vértigo (1990). La más evidente, la coincidencia en el escenario, claro: la barca inefable que transporta al cazador arriba al puerto de Riva y Kafka conoció a dicha joven durante una estancia terapéutica en esa misma localidad. Algunas de las imágenes que se describen en el cuento las anotó el praguense primero en sus diarios durante aquellos meses de 1913. Y tampoco debe pasar inadvertido que el nombre que escogió para su protagonista, Gracchus recuerda al pájaro que los habitantes italohablantes de Riva del Garda llamarían “gracchio” y que en checo recibe el nombre de “kavka”, tan cercano a Kafka. A partir de todos estos motivos, Sebald acaba por lanzar que “el sentido de los incesantes viajes de Gracchus, el cazador, reside en la expiación de un anhelo de amor”, de vida, que tantas veces sintió Kafka que no estaba destinado a poder satisfacer. III