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Nostálgico, y con razón

Por Francesc Perarnau

jueves 06 de julio de 2017, 01:50h
Nunca como ahora he sentido tan amargamente la nostalgia del 92, la de aquellos maravillosos días cuando viajaba por todo el estado y ante el desafío de organizar los Juegos Olímpicos escuché siempre el mismo comentario de boca de gallegos, andaluces, extremeños o aragoneses: “Los catalanes lo harán de puta madre”.

Percibí y reconocí entonces en esa y otras frases menos directas y más elaboradas su sentimiento de legítimo orgullo por convivir en el mismo país de una Catalunya líder, progresista, valiente, moderna, avanzada y sobradamente preparada para organizar los mejores Juegos de la historia. Como así fue.

Para quien no haya tenido la suerte de vivirlos aquellos fueron unos años felices dominados por la armonía y el entendimiento. Veníamos del esfuerzo exigente, plural y socialmente revolucionario de superar transición y tocaba afrontar retos del calibre de unas Olimpiadas o de una Exposición Universal.

Deportivamente, además, durante aquel mágico 1992 Indurain conquistó por primera vez Giro y Tour el mísmo año, Alex Crivillé fue el primer campeón español en la categoría reina de motociclismo y el FC Barcelona entró en la historia de la Copa de Europa.

Los ciudadanos, con independencia de dónde hubieran nacido o dónde vivían, celebraban como propios cualquier éxito también sin reparar en el DNI del campeón o de la campeona. Por eso las 22 medallas de Barcelona 92 acabaron siendo patrimonio exclusivo del deporte y no tanto de una bandera en un entorno olímpico que reflejaba un nuevo orden mundial, esperanzador e ilusionante.

Alemania se estrenó en Barcelona como un país sin muro, la URSS había desaparecido hacía tan poco tiempo que ni siquiera se pudieron formalizar los nuevos países, tampoco Rusia. Por eso miles de exatletas soviéticos compitieron bajo la denominación de Equipo Unificado.
En cambio, sí pudieron estrenarse pequeños países como Letonia, Estonia y Lituania o algunos de los recién surgidos estados de la antigua Yugoslavia.

Pero un país especialmente regresó al mundo de los vivos después de 32 años expulsado de la familia olímpica, Sudáfrica recién abolido el régimen del apartheid. Nelson Mandela, que aún no era presidente, recibió en Montjuïc el aliento de miles de gargantas cantando Nkosi Sikelil, un himno de la libertad en África. Él mismo explicó después que su visita a los Juegos del 92 “me sirvió de inspiración para seguir luchando cuando el futuro de Sudáfrica era sombrío”. Y fue precisamente el deporte, su determinación de convertir a los ‘springboks’ en el equipo de blancos y negros sudafricanos, la gran victoria de Mandela contra el odio y el resentimiento heredado del apartheid. Comprenderán que, con el panorama actual, el provincianismo político y la destructiva idea de que todo se arregla con más fronteras, más muros y más divisiones uno eche tanto de menos el 92. III

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