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Rajoy requiere a Puigdemont si ha declarado o no la independencia
Rajoy requiere a Puigdemont si ha declarado o no la independencia (Foto: Moncloa/César P. Sendra)

Una linterna al final del túnel

12 de octubre

jueves 12 de octubre de 2017, 15:34h

Ayer vivimos el día de la descompresión. Tras la vertiginosa tensión del día anterior cuando el independentismo esperaba vivir un día de gloria inusitado, el más esperado de las últimas generaciones, otra parte del país se temía la arista del no retorno y la Europa occidental el comienzo de las hostilidades políticas en un país desestabilizado, la evidencia de que todo se había interrumpido en el último instante, supuso un enorme respiro.

Se esperaba con cierto desasosiego la respuesta del gobierno central y ésta no se hizo esperar. Debo reconocer que mi primera impresión al conocerla a las 12 del mediodía no fue muy positiva.

El gobierno pedía al president de la Generalitat que explicara de modo entendible si había declaración de independencia o no como requerimiento previo legalmente indispensable a la aplicación del artículo 155 de la Constitución que da mano ancha al gobierno para hacer lo que quiera con la autonomía. Me pareció que, después de la enorme renuncia del día anterior por parte de la Generalitat, podía esperarse algo más de generosidad política. Es evidente que no hubo declaración taxativa de la independencia sino más bien todo lo contrario, pero también es verdad que, en política, una cosa son las percepciones sociales y otra muy distinta la plasmación sobre el papel.

Y como afirmé en mi reflexión de ayer, visto desde esta perspectiva, no es posible saber a ciencia cierta si se declaró la república catalana o no y ese no deja de ser un punto de partida imprescindible porque para cualquier acción posterior al día 10 debe de quedar bien claro para todos los interlocutores y para todo el país donde nos encontramos.

Responder es necesario

Desde hace muchos meses se ha impuesto en este ámbito político el código de la ambigüedad, explicable desde el punto de vista del independentismo institucional porque las declaraciones explícitas han venido siendo impugnadas sistemáticamente por los tribunales y la única manera de sortearlos es esta. La judicialización de la política que ha impuesto desacertadamente el gobierno Rajoy, ha convertido la ambigüedad catalana en la única manera posible de lanzar propuestas políticas.

Se ha sustituido el enredo por la negociación y así se han aprobado leyes que amparaban el derecho a decidir, actos que posibilitaban un referéndum no pactado, represalias contra los políticos catalanes en activo e intervención de una parte de la gestión de la autonomía, en un marco en el que ambos interlocutores, el govern i el ejecutivo de Rajoy se sorteaban impunemente hasta llegar al punto de no retorno del día 10.

Llegados a este punto, donde todos han visto claro ya que no hay otra oportunidad que la negociación, hay que sentarse a la mesa despejando el panorama y con las cartas sin marcar. Es verdad que el requerimiento del gobierno Rajoy es una amenaza en toda regla, pero no es menos cierto que para sentarse en una mesa los interlocutores tienen que saber desde donde se parte sin ambages para que no haya malentendidos y para que no haya posibilidad de amenazas de trileros. Para negociar con resultados hay que rechazar los equívocos y las confusiones.

Y también los puntos de partida definen las posiciones de fuerza, eso es indudable. Los que dialogan se quieren iguales, pero también es bueno reconocer quien está en una posición dominante y quien en una posición subalterna porque las debilidades importantes no son las de partida sino las finales y ahí es donde hay que poner el acento. El gobierno central amenaza y el autonómico tiene que encajar la amenaza sin remedio, porque ha sido el autonómico quien ha tenido que retroceder y era imprescindible este retroceso para llegar a un punto donde todo puede ser posible: el diálogo.

Un acuerdo trascendente

En este contexto, ayer se produjo la novedad más importante de los últimos años que podría llegar a ser trascendental para el país: el anuncio, por parte de Pedro Sánchez, de un acuerdo con el PP para impulsar dos comisiones, una previa con un plazo de vida de seis meses para estudiar la situación territorial de España y otra posterior para afrontar la reforma de la Constitución. Una modesta pero real linterna al final del túnel. Se anunció únicamente por parte del PSOE, en una intervención sin demasiado boato, cuando lo normal para una cosa de este calado hubiera sido un acto ad hoc y con el resto de partidos interesados.

Que se hiciera como se hizo explica buena parte de su trascendencia política. Si eso sale adelante, será la primera vez que el PP comprende que es indispensable llegar hasta ahí para que el país no se le vaya de las manos a corto o a medio plazo. No se puede esperar que ese punto de convencimiento forzado se haga con alharacas y fuegos de artificio. El PP va arrastrado a esas comisiones, pero lo importante no es su estado de ánimo, sino el convencimiento de que no afrontarlo es suicida.

La sesión de ayer en el Congreso de los Diputados sirvió para poner de manifiesto la descompresión y para conocer las primeras impresiones sobre lo auténticamente trascendente: la reforma constitucional. El buen tono general que solo estuvo ausente en parte en Ciudadanos, obsesionado con nuevas elecciones en Catalunya, y también en ERC i el PdCat, es una prueba de que Rajoy ha tomado consciencia de la dimensión del problema que tiene enfrente. Ha sujetado a sus huestes más irreflexivas —el único que lo vio fue Pablo Iglesias— y está dispuesto a dar pasos sensibles para reformar la ley. Eso que a Rajoy le parece más sagrado que la resurrección de Cristo.

Es normal que los nacionalistas catalanes del Congreso sigan dolidos. Echar marcha atrás con esa precipitación en el último instante cuando tanto han batallado y tan cerca estaban de acariciar un sueño imposible, obliga a digestiones muy lentas y muy dolorosas. Ayer, más allá de la importancia de que haya sido el PSOE quien diera el pistoletazo de salida, con el reconocimiento explícito de Rajoy en el Congreso, estuvieron muy bien Aitor Esteban del PNV y Pablo Iglesias.

El primero, porque tiene la enorme virtud de no andarse con zarandajas y hablarle a Rajoy con la cortesía imprescindible para abrirle los oídos. De lo más importante que vino a decir es que todo puede arreglarse en la reforma de la Constitución donde deben articularse condiciones pactadas para todo lo posible, incluso acordando leyes de claridad para evitar la periodicidad centrífuga de los nacionalismos. Enormes esos juicios nacionalistas en estos días, que señalan que la convivencia futura es absolutamente posible.

Pablo Iglesias estuvo agudo y con el tono comedido que va imponiendo en sus intervenciones desde la moción de censura. A mi juicio, sin embargo, se sigue dejando llevar por los diseños prefijados como si fueran un mantra sin dialéctica. Ayer pareció abandonar ya la idea del aislamiento del PP, algo que en mi opinión no es posible, para cualquier solución futura; insistió mucho más de lo que debiera en los peligros de la triple alianza PSOE, PP, C’s y siguió, en mi opinión, en el tacticismo erróneo de socavar a Rivera, cuando eso lo único que hace es acercarlo cada vez más al PP. Y siguió insistiendo en la propuesta del referéndum pactado para Catalunya cuando una buena reforma de la Constitución convertiría esa aspiración de una gran mayoría del país en una acción política superada.

También Iglesias debería hablar más de lo que lo hace —y lo hace mucho— con los catalanes. Los independentistas quieren un Estado propio y no renunciarán a él, aunque tengan que empezar de cero como Haití. La reforma de la Constitución se la trae al pairo. Pero ese independentismo irredento si que es minoría. Buena parte de los dos millones de la calle — y es una opinión intuitiva, nada más— se encontrarían de perlas en un Estado federal maduro.

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