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La república muerta

20 de octubre

Mientras el líder de Podemos calificaba de grave error la respuesta de Puigdemont al segundo plazo del requerimiento del gobierno Rajoy, Coscubiela, Doménech y el entorno de los comunes, se mostraban sorprendidos de que el ejecutivo central estuviera dispuesto a concretar la aplicación del 155, ante el, según ellos, reconocimiento explícito del president catalán de que no se había proclamado la independencia.

Esta misma interpretación circuló ayer de manera sorprendente por redacciones de periódicos, entre diputados, en las tertulias televisivas y se basaba en el último párrafo de la carta enviada ayer minutos antes del vencimiento del plazo donde se afirma que “si el Gobierno del Estado persiste en impedir el diálogo y continuar la represión, el Parlament de Catalunya podrá proceder, si lo estima oportuno, a votar la declaración formal de la independencia que no votó el día 10 de octubre”.

Este ultimo párrafo, analizado con la lupa que parecen querer imponernos, puede dar a entender diversas cuestiones simultáneas: que se acabó la paciencia y si no hay rectificación habrá una declaración formal de independencia; que es el ejecutivo quien inspira los pasos que debe dar el legislativo, “si lo estima oportuno”, claro está; que, en efecto, como fue bien evidente, el 10 de octubre no hubo votación alguna en el plenario parlamentario catalán, y que, quizás, mientras no haya votación no puede considerarse proclamada la república catalana.

El divino catalán

Si 40 palabras en una carta de una trascendencia tal, puede interpretarse de tantas maneras distintas, es que no hay voluntad alguna de clarificar y de entenderse, sino más bien de todo lo contrario: de mostrarse astutos, sibilinos, imprecisos.

Sigue imperando lo peor de la política, aquello que la considera un ejercicio de movimientos difusos, de juego de posiciones, de habilidades cínicas, de filibusterismo, de engaño y enredo, en lugar de una actividad de transparencia, de negociación razonable, de gestión plural y controlada. Las dos cartas de Puigdemont son las dignas exponentes del máximo inspirador del ‘procés’: el ínclito Artur Mas que ha ido adquiriendo con el tiempo un altísimo concepto de si mismo, rayano ya en la divinidad, desde que se convirtió en el heredero de Pujol en una colmena donde había cientos de abejas obreras que se consideraban las legítimas sucesoras del prócer, y hasta que supo enredar en su propia tela al confiado Presidente Zapatero cuando se negociaba el Estatut del 2005, saltándose todas las líneas del socialismo catalán, en una operación de astucia política sin nombre.

Que todo esto le saliera tan bien hizo que cuando se miraba al espejo viera la imagen del mejor estadista de Europa dispuesto a pasar a la historia como el presidente catalán capaz de mirar por encima del hombro a cualquier presidente de gobierno español. Las negociaciones sobre la financiación de la autonomía que con el president Montilla adquirieron tintes épicos, con diversos acuerdos incumplidos, le llevaron a manifestar su arrogancia, en el año 2012 en la Moncloa, ante un gallego impasible capaz de agotar la paciencia de cualquiera ante su calculada pusilanimidad. De aquel diálogo entre un catalán ensoberbecido y un gallego demasiado flemático para ser un presidente de altura, ha surgido la actual confrontación. Y de la escuela de Mas, esta manera de hacer política oscura, reconcentrada, angosta, que nos va a llevar a la desgracia y que tanto le gusta practicar a Carles Puigdemont.

La carta del president no es un reconocimiento de que no se declaró la independencia. Sigue siendo una manera de marear la perdiz ante un gobierno central al que no se reconoce autoridad alguna, ante un presidente al que se le ha perdido todo respeto y ante un país, España, al que se considera radicalmente ajeno.

Por eso, la aplicación de un mecanismo de control de la situación, que es una desgracia en sus propios términos, resulta inevitable para revertir el punto en el que nos encontramos que ya ha llegado al límite. Quizás solo volverá a haber camino si hay dos gobiernos —el catalán y el central— que se reconozcan algún día una autoridad pareja y proporcionada, entre presidentes que se respeten y con territorios que se sientan vinculados.

Elecciones en enero

Ya no hay más salida que una intervención delicada para convocar cuanto antes unas elecciones —dicen que en enero— que rompan la actual dinámica. Ya será igual que se declare antes o después la república catalana y que la calle estalle de alegría. Ya es evidente que esta república nacerá muerta, sin la legitimidad indispensable para hacerse sólida a la vista de propios y ajenos, sin las estructuras imprescindibles de Estado para que tenga recorrido, en medio de una crisis económica que se reproduce ácidamente cuando todavía no estaba cerrada, con medio país —Catalunya— declaradamente en contra, y sin ningún tipo de reconocimiento internacional.

No entiendo como a quienes siguen haciendo aspavientos, entre la soberbia y la cerrazón, no les da un vértigo atroz. Si tuvieran un mínimo de responsabilidad social se dejarían de astucias y plantearían salidas serias, a no ser que aquellos sueños épicos del Estado catalán que tanto han nublado la vista de la historia, no les ciegue ahora ante tantas evidencias.

Igual las elecciones no arreglan nada y todo lo complican todavía más. Pero se hacen indispensables para poner coto a la insensatez actual. Aunque solo sean para salir del impasse.

Aún veremos estos días unas cuantas cosas antes de que la maquinaria estatal esté engrasada. Como en las ocasiones anteriores, la calle se le ha adelantado. La calle está perfectamente engrasada de consignas y en todos los sentidos posibles: para pedir la libertad de los presos políticos, para exigir la clarificación de posiciones de todos los partidos que aún divagan, para criticar a los medios críticos, para sacar dinero de los bancos…

Se pondrá de largo tras la declaración de independencia y resistente cuando se trate de arrebatar responsabilidades de gestión. Lo único que cabe esperar, en fin, es que no se desaten las furias.

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