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La claridad de los ambiguos
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La claridad de los ambiguos

30 de octubre

Más allá del número de personas que volvieron ayer a las calles para expresar su rechazo a la proclamación de la república el viernes, enarbolando la misma bandera rojigualda de una España que tampoco es la de todos, lo sobresaliente fue la presencia orgánica del PSC y lo anecdótico, el inmenso cabreo de un secretario general del PCE que antes lo había sido del PSUC y que ponía sobre el espejo de la realidad, la fractura de la sociedad catalana.

Todo el esfuerzo que había hecho el partido de los comunistas catalanes por no diferenciar a los catalanes de origen de los catalanes de adopción e integrarlos a todos ellos en las reivindicaciones comunes del autogobierno de Catalunya, con un éxito que fue extraordinariamente importante para el consenso constitucional de la Transición, se puso de manifiesto en la rabia del viejo sindicalista declarándose traidor a la causa de la independencia.

Era anecdótico, porque de aquella realidad han surgido ya múltiples circunstancias. Seguro que muchos hijos de aquellos inmigrantes son hoy independentistas o todo lo contrario, por lo que la obra del PSUC de entonces fue muy importante para aquella coyuntura y solo un recuerdo, fecundo, eso sí, para la actual. En cambio lo del PSC sí es muy importante. Pese a los titubeos de la era Navarro, con Iceta se mantuvo una cierta coherencia en los mensajes y en las imágenes, que se acaba de romper ahora dejándose fotografiar en primera fila con el constitucionalismo mas rancio del PP y de Ciudadanos.

No le era necesario en absoluto. Con Borrell cubría sobradamente el expediente y se preservaba algo de la opción reformadora que siempre había defendido. Hoy esa imagen federalista del PSC se ha resquebrajado un tanto, lo que viene a reforzar la idea del desdibujamiento de la reforma constitucional.

No parece haberse observado, con la atención que a mi juicio convendría, que entre la enormidad de circunstancias negativas que la crisis del independentismo ha dejado, ha habido dos elementos extraordinariamente positivos. Uno en el ámbito social. Otro en el ámbito político. En el ámbito social, el gran avance de la politización colectiva. Ya empezó con la crisis económica, los recortes y el 15 M. Con el proceso independentista ha dado un salto cualitativo y cuantitativo considerables. En el político, el inicio de los procedimientos para la reforma constitucional.

Después de haberse reclamado infinidad de veces desde la pura retórica, especialmente por el PSOE, y de encontrar la permanente oposición del PP, por fin, gracias al marasmo catalán, se consiguió abrir esa vía. Han pasado tantas cosas desde ese instante que la vía aparece demasiado difusa, perdida en la absurda niebla de las confrontaciones inmediatas. Esa vía, sin el nacionalismo catalán y vasco, sin Ciudadanos y sin Podemos, está condenada al fracaso.

Y sin embargo, es en mi opinión, la auténtica y única esperanza de futuro. Y era una vía con un diseño inteligente: una comisión previa con seis meses de plazo para estudiar el encaje territorial del Estado, que diera lugar a una Comisión de reforma constitucional capaz de encontrar soluciones no solo en ese ámbito, sino en todos los demás que exigen nuevos consensos a la luz de las nuevas realidades.

Hacer política

Los árboles de la confrontación secesionista han impedido hasta ahora ver con claridad el bosque de la reforma federal del Estado. Para unos, los nacionalistas catalanes y vascos, pese a sus mensajes discordantes, los árboles siempre han sido más importantes que el bosque. Lo que parece incomprensible es que Podemos se haya dejado llevar por esa inercia y siga manteniendo un discurso que se ha hecho viejo desde el 6 de septiembre.

Para justificar el enquistamiento del conflicto catalán siempre se ha venido diciendo, con razón, que el gobierno Rajoy renunciaba a hacer política, a la vez que la Generalitat no hacía otra cosa que pedir diálogo con la amenaza temporal, eso sí, de romper con el Estado. Rajoy siguió sin hacer política y la Generalitat, que ya llevaba tiempo haciendo escaramuzas, rompió definitivamente con la legalidad el 6 y el 7 de septiembre en el Parlament.

A partir de ese momento, Rajoy se equivocó otras mil veces pero negoció abrir la reforma constitucional para conseguir no estar solo, y el día 28 empezó a hacer política. No entender esos cambios de estrategia obliga a mantener un discurso que, en estos momentos, ya es obsoleto. Rajoy fue un temerario estúpido haciendo oídos sordos al problema catalán y judicializando la política desde el 6 de septiembre. Esos errores ya los está pagando, pero ahora ha empezado a hacer política y sería inteligente mantenerlo en esta senda. Pese a que empieza a hacer política aplicando el 155 y negándose a mantener cualquier diálogo con los que convirtieron un sueño en un problema.

Seguir diciendo, por ejemplo, que la vía del 155 es un golpe contra la democracia o que hay presos políticos es mantenerse en una línea previa a la coyuntura actual. En el punto al que se ha llegado, hay que ser rigurosos.

Hasta el 28 de octubre se puede criticar todo, pero a partir de entonces no hay alternativa: una aplicación del 155 inteligente y cauta —hacer política— es la única respuesta posible a la unilateralidad y una vía de camino factible para recomponer el caos. Se debe criticar la judicialización de la justicia, pero no entender que el gobierno no puede chapuceramente intervenir en la determinación de los jueces, por muy incompetentes y absurdas que nos parezcan sus decisiones, es no querer objetivar la realidad.

Seguir pidiendo un referéndum pactado como única alternativa a los deseos de los independentistas es no querer entender que lo importante no es el referéndum de autodeterminación, sino la superación del problema separatista por la vía de un consenso federal y de una reforma de la Constitución que convierta la autodeterminación en un problema residual y al independentismo en lo que siempre fue: un sueño histórico de otros tiempos, en otras coyunturas.

El discurso de Podemos

Podemos mantiene inalterable el mismo discurso anterior al 6 de septiembre, al 1 de octubre y al 28 de octubre, cuando las circunstancias ya no tienen nada que ver. Pero mantener un discurso sin modificaciones no es lo peor. Lo peor es que mantener el mismo discurso te lleve necesariamente a ubicarte en el mismo espacio de antes, con lo que ha llovido desde entonces.

Coscubiela, que se ha ido dando cuenta de la evolución de las circunstancias, lo vio claro el día 6. Pero ha faltado objetividad en el análisis del 1 de octubre y sucesivos y sigue faltando después del 28. Antes del 6 de septiembre era muy lógico que el mensaje se pareciera mucho al del independentismo y que las formas tuvieran que coincidir, pero desde entonces se debiera haber variado el mensaje y sobre todo las formas. Si nada de eso se hace, no es de extrañar que la ciudadanía perciba lo que quizás no debiera ser. Hoy los Comunes, Podemos y todo ese sector se parecen tanto al independentismo soberanista, que quienes no son nacionalistas, independentistas o soberanistas van a dejar de votarles.

Explican que lo tienen difícil porque la polaridad penaliza a los equidistantes. Equidistancia no es ambigüedad. Uno puede estar en medio, pero tiene que decir que está en medio, y tiene que parecer que está en medio. Y para eso lo imprescindible es hablar claro, dar mensajes directos y rehuir justamente lo que más se usa: lo ambiguo.

Hay que decir que la república no se ha declarado y que si se ha declarado es un error. Que el 155 es una desgracia, pero que es la única desgracia que puede poner fin al caos. Que no hay govern y que el president, los consellers y los diputados tienen que acatar la legalidad del Estado. Que Rajoy ha sido un inepto hasta ahora pero que ahora actúa con inteligencia. Que los Jordis son el resultado de la estúpida judicialización de la Justicia, pero que no son presos políticos. Que ERC ha engañado a su clientela. Que el PSOE ha actuado con eficacia pero que su máxima obligación es hacer que el PP reforme la Carta Magna. Hay que, de una vez, hablar con claridad.

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