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La náusea
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La náusea

21 de febrero

miércoles 21 de febrero de 2018, 16:45h

Algunos amables lectores me han preguntado últimamente a que se debía que aquel catalán perplejo que parecía un caudal en octubre, no hubiera escrito una palabra desde finales de enero cuando es obvio que la perplejidad en lugar de decaer se incrementa por horas. La respuesta es también obvia: porque aunque la perplejidad aumente, las razones no pueden buscarse en lo que ocurre, sino en todo lo contrario. En que no está pasando nada.

Ahora escribo porque ya empieza a pasar alguna cosa desde que nos eligieron president del Parlament, hace ya unas cuantas semanas. Ya pasó hace unos cuantos días, cuando Torrent alegó defectos de forma para tramitar la ley de reforma de presidencia que debía despejar el camino para nombrar a Puigdemont. Ahora, la ha paralizado de nuevo porque prefiere que haya un informe de los letrados antes de tramitar una ley que seguro que va a dar problemas.

Desde que Torrent manda bastante —de hecho debiera ser el único que manda porque es el único institucionalmente con autoridad para decidir algo— se han puesto de manifiesto unas cuantas cosas. La más importante de ellas, que lo que se decida en el Parlament no va a transitar las vías gratuitas de la confrontación con el Estado, como ocurrió en septiembre pasado cuando estaban decidiendo un choque de trenes que acabó siendo una loca carrera contra el muro. A partir de ahora, sin renunciar a nada de lo esencial, las cosas se van a hacer sin sangre —o sea, sin más traumas de los necesarios— porque la realidad es la que es, aunque seguiremos haciendo ver que esta es una realidad disfrazada de ficción impuesta. Esta postura, que no solo es la postura de Torrent sino la del ala más pragmática de ERC que es la que parece haberse impuesto, cuenta, sin embargo, con dos enormes problemas a mi juicio. El primero, que la intransigencia de Puigdemont para ser president efectivo de la Generalitat no era una impostación sino una reivindicación dura e innegociable, y el segundo, derivado de este, que esa imposición destruye la estructura compacta del independentismo porque resulta incompatible con el pragmatismo de ERC.

O sea, hay que dar una imagen de que el bloque tripartito del independentismo mantiene la unidad de criterio y de acción, cuando es evidente que la postura Puigdemont aboca al suicidio institucional, en el exacto momento en que el único poder institucional está en manos de ERC. Se trata pues de cuadrar un círculo imposible: seguir afirmando que el president legítimo es el único que no puede ser president efectivo, a la vez que se defiende como única vía la legitimidad del president. Y así hasta que la impasibilidad acabe con el conflicto.

Los mismos tics

Con las debidas distancias, hace mucho tiempo que el independentismo practica exactamente los mismos tics políticos que tanto critica en el gobierno central: judicializa todo cuanto está en su mano para no activar la senda política y espera a que se pudran las contradicciones para no tener que actuar. Exactamente lo que ha hecho, hace y hará, el peor presidente del gobierno central que ha tenido la democracia en este país. Que ya es decir…

Encima, todo el conflicto se eterniza no solo porque no hay política sino, mucho peor: porque no hay políticos. Porque no hay una sola voz en el panorama catalán que se atreva a tomar la iniciativa, además de a decir las cosas por su nombre. Y porque la unidad independentista está resquebrajada por al menos tres grietas: la que existe entre la CUP y las otras dos fuerzas, la que existe entre JuntsxC y ERC y la interna del PdCAT con su grupo parlamentario. En esta marabunta cada cual mueve sus peones como puede. Puigdemont insiste en ser el president ejecutivo desde Bruselas y para eso ha instalado casa y oficina en un sitio con el nivel apropiado para dar imagen internacional. Pero como ya resulta evidente del todo que no vendrá a ocupar plaza en Estremera y que sus socios de ERC no están por el suicidio colectivo, acaba de apretar de nuevo la tuerca con una llave inglesa envenenada, la que sujeta Jordi Sánchez que seguramente soñaba con algo más que la presidencia de la ANC pero quizás no directamente con la presidencia de la Generalitat.

Para acabarlo de enredar todo, Artur Mas, que en lugar de almacenarse en un lugar discreto saca a pasear sus delicadas opiniones en los momentos más inoportunos, se atreve a decir que los dirigentes de la república fugaz ya sabían que estaban haciendo una cosa para la galería, un engañabobos, porque los bobos estaban apretando más de la cuenta, llenando las calles y reclamando valor y sacrificios a quienes habían prometido el éxtasis, confiando en que sus malabarismos flotaran sobre la inmensidad del océano internacional, camino de un éxito incierto.

Como se vio, nada de nada de lo bueno prometido. Y mucho de mucho de lo malo ocultado: cárcel, huida de empresas, paralización institucional, pérdida de la hegemonía electoral, aplicación del 155, amenazas sobre la lengua y la escuela, represión política, etc.

Los jueces peligrosos

Vuelven tímidamente a pasar algunas cosas, ya digo: los procesos judiciales siguen su marcha y ahora el independentismo ya empieza a comprender que el principal escollo no reside en la inutilidad del gobierno Rajoy y su exasperante levedad. Que incluso aunque se quisiera hacer política —que no se quiere—, empezaría a ser difícil domeñar al poder judicial que se ha alzado con la autonomía imprescindible para convertirse en el defensor del Estado-nación. Esto empieza a ser peligrosísimo sobre todo porque los jueces que solo estaban para administrar justicia pero que fueron puestos por el gobierno central en la arena política, se ven con la autoridad suficiente para determinar, no quien es un delincuente, sino quien es un enemigo. Y con las leyes en una mano y la cárcel y la policía en la otra, pueden ser mucho más ejecutivos que el ejecutivo, como se ha visto.

Yo, que era de los que estaba convencido de que no podía hablarse de presos políticos, porque conocimos a presos políticos y estos no se les parecían en nada, empiezo a dudar. Y no tanto por los condenados como por los condenadores. Las leyes son interpretables, esto lo sabemos, pero cuando la interpretación es tan contumaz en un sentido y su contrario, es legítimo sospechar. Y más cuando sabemos que la judicatura vino de aquellos años negros sin apenas solución de continuidad. El gobierno Rajoy no solo es un desastre por su inacción sino por su reacción. Ha hecho leyes y las ha aprobado para devolvernos a los tiempos oscuros de la represión y sus jueces se ufanan en aplicarlas con el rigor máximo y una displicente desfachatez: artistas y activistas sociales en la cárcel y empresarios, nobles y políticos, como siempre, al sol de la impunidad.

Como en los meses anteriores al 15-M, algo me dice que tocamos techo. El estallido social, la náusea, empieza a rodearnos con su halo espeso.

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