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Quim Torra es el nuevo presidente de la Generalitat.
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Quim Torra es el nuevo presidente de la Generalitat. (Foto: Parlament)

Gobierno: ¿Y ahora qué?

14 de mayo

lunes 14 de mayo de 2018, 18:04h
Desde el 21 de diciembre hasta hoy se diría que no ha pasado nada en Catalunya. Hoy, sí. Hoy, por fin, se ha elegido un president de la Generalitat que podrá ejercer sus funciones dentro de la normalidad postelectoral, elegido por mayoría simple pero con respaldo suficiente para hacer durar su mandato durante los próximos cuatro años.

Que no se haya elegido en enero, cuando correspondía, sólo hace que poner de manifiesto la gravedad de la situación y la excepcionalidad de la vida política en este rincón del país. Lo que se ha producido hoy en el Parlament debió suceder a finales de enero porque ya entonces se sabía que en las condiciones en que se encontraban los cabezas de lista que podían optar y algunos de los que les seguían a continuación, no se podía llevar a cabo un nombramiento normal. Pero probablemente hacían falta estos cinco meses de mantenimiento del conflicto porque se necesitaba tiempo para sedimentar el relato de que si no se eligió al cabeza de lista de Junts per Catalunya en enero, que parecía ser el líder con mayor respaldo de diputados, no era porque se encontraba en el extranjero y si venía iba a ser detenido, sino porque España persigue a los catalanes, el último cartucho que le queda al gobierno central es agudizar la represión y resulta imposible un diálogo que permita ejercer el derecho de autodeterminación de la ciudadanía.

Ha sido un relato encaminado a la confrontación, que respondía a la técnica jurídica de encarcelar a los dirigentes que se saltaron la legalidad, con el objetivo radical de descabezar el proceso y atemorizar. Vano intento por parte de la judicatura en este punto, si bien muy útil para poner de manifiesto a la clase política que si en lugar de jugar con las armas de la dialéctica política se juega con la pólvora judicial, los resultados pueden ser no solo explosivos sino también implosivos; no suelen resolver los problemas y dejan un panorama mucho más complejo y desolador que el inicial.

Artillería contra el Estado

La artillería del procesismo contra el gobierno Rajoy, un gobierno que ni escucha ni actúa, ha disparado por elevación hacia el Estado, hasta el punto que su diatriba contra la inacción gubernamental se ha convertido ya en una anécdota, porque lo que realmente ha importado siempre ha sido la confrontación con el Estado y en ese punto Rajoy ha sido un mero accidente. El más letal que se podía imaginar, sin duda, pero un simple accidente. En el Estado, la única parcela ejecutiva que no depende del sistema de partidos, o al menos no directamente, es el aparato judicial y en esa batalla estamos. El Congreso y el Senado no sirven para afrontar el problema catalán, el ejecutivo Rajoy es una pared y es mucho mejor que los otros poderes peligrosos no intervengan. Queda la Magistratura, que ha tomado los resortes del Estado, contra los que valen muy poco las palabras.

Encima, las palabras han perdido su contenido. De nada serviría ahora mismo el diálogo porque lo primero debiera ser restituir el convencionalismo de los significados. Hay que ponerse de acuerdo para entender lo mismo a los dos lados de una mesa de diálogo cuando se habla de exiliados, de presos políticos, de república, de heridos en el 1-0, de mandato legal del referéndum. Y lo primero debiera ser ni engañar ni autoengañarse: llamar a las cosas por su nombre y diferenciar entre lo soñado y lo real, entre las esperanzas y los hechos.

El soberanismo en acción no tiene otra alternativa que construir un relato de opresión para que los suyos se lo crean a pies juntillas, porque en algún momento va a hacer falta la resistencia activa para sostener los deseos y no hay nada para promover la resistencia activa como convertir a media Catalunya en víctima represaliada del Estado. El soberanismo activo, además, tropieza con la amarga paradoja de tener que luchar contra el Estado y a su vez reconocerle todo el poder de la legalidad y todo el ejercicio de su autoridad legal. En este punto, el Estado sigue teniendo las de ganar y el president Torra, su ejecutivo y los 70 parlamentarios que le han dado el poder todas las de perder, porque querrá avanzar hacia la república por un camino cargado de minas, encima el único que se puede permitir el lujo de transitar.

Hay una única alternativa: hacer la revolución. Eso es lo que defiende la CUP, pero solo la CUP entre el soberanismo y son cuatro diputados de 135, o sea que la revolución, que siempre estuvo lejos, hoy apenas es más que una utopía. El resto del independentismo defiende el discurso, la onomatopeya, la confusión, el relato repetitivo que ha conseguido tantos apoyos: la libertad de los presos políticos y el retorno de los exiliados, el avance hacia una república que solo se encuentra en los rótulos de las entradas de algunos municipios, la internacionalización en un mundo global de sordos hacia las reivindicaciones de los más pobres y de los que quieren ser más ricos a costa de los más pobres, los mensajes de que vivimos en una dictadura y de que lo que se quiere es construir un país de todos pero, eso sí, de todos los que se consideren el pueblo elegido, los mejores entre los cercanos, los más emprendedores y menos corruptos, los más solidarios pero también los que añoran pagar menos para contribuir a la igualación del territorio, y poder tener mejores pensiones y servicios más cómodos.

Nave a la deriva

Tenemos president de la Generalitat y en nada gobierno. Nadie sabe ni hacia donde vamos, ni cuanto durará la aventura. Me temo, que ni siquiera lo saben los que hoy han decidido reconocer al Estado y seguir sus normas eligiendo a un presidente posible. De la misma manera que en diciembre, con la autonomía intervenida, aceptaron participar en unas elecciones autonómicas convocadas por el gobierno central. Eso si, clamando por el mandato del pueblo de Catalunya en el referéndum del 1-O, que todo el mundo sabe que no fue ni un referéndum ni pudo generar seriamente ningún mandato.

Dicen que Torra es un supremacista. Jamás leí sus artículos, ni supe que existía hasta que nos lo presentó Puigdemont. También dijeron que Puigdemont ponía la libertad de Catalunya por encima de la de cualquiera, incluso de la suya, y ya hemos visto luego. Así que no hay que fiarse de lo que ha sido uno hasta que tiene poder. Los políticos tienden a olvidarse de todo menos de una cosa: de cómo mantener la batuta y si para eso hay que hacer malabarismos, se hacen.

Ahora casi todos los soberanistas están exultantes. Intuyo que tiene que haber alguien sensato en ese ámbito que, más allá del relato, considere que jamás hemos estado peor. A ver si por lo menos se acaba el 155…

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