www.elllobregat.com
13 de febrero. El pusilánime y el genio
Ampliar

13 de febrero. El pusilánime y el genio

Vamos a asistir estos días a un acontecimiento histórico que aparecerá en todos los libros de historia del siglo XXI en este país.

El juicio político-penal a un grupo de políticos que se convirtieron en los cabezas de turco de un larguísimo proceso que culminó los días 6 y 7 de septiembre de 2017 con lo que ya llevaba meses anunciándose: el consabido choque de trenes. El choque de trenes era una elipsis para definir un enfrentamiento de carácter irreversible que podía poner de patas arriba la estructura democrática del Estado, puesto que una parte del Estado decidía desde dentro vulnerar la legalidad establecida, el consenso social sobre las leyes e implosionar la estabilidad del país. Con la perspectiva actual resulta sorprendente que se atrevieran a tanto, pero había que estar en el contexto para comprenderlo. Llevaban cinco años de aceleración sin que la inanidad del ejecutivo diseñara un solo freno y se creían capaces de cualquier cosa. Habían amenazado tanto con el choque de trenes sin que nadie pusiera controles, que estaban convencidos que en lugar de un choque se iba a producir un arrastre del convoy que circulaba en el camino opuesto. Si no concedían la independencia por la vía de la negociación, se conseguiría por la vía del atropello.

Estado dentro del Estado

Lo sorprendente del 'procés' ha sido hasta ahora la escasa credibilidad que el independentismo ha depositado en la fortaleza del Estado, sobre todo teniendo en cuenta que la propia Generalitat es Estado y sabe, por ende, las enormes capacidades que el Estado tiene para controlar el poder y la sociedad. En Cataluña se suele decir que los españoles no nos entienden, pero existe una clara subestimación atávica desde Cataluña para comprender la capacidad de los españoles a la hora de defender un destino común que hunde sus raíces en la historia. Como la Generalitat es Estado, ha podido llegar hasta el umbral de la secesión de manera unilateral, utilizando todos sus recursos. Pero precisamente porque es Estado debiera haber entendido que sobrepasar la línea de la legalidad le privaba de cualquier ventaja. Eso, los Estados sólo lo pueden hacer cuando la convulsión social o política hace estallar todas sus costuras y las costuras de un Estado sólo estallan cuando se produce una revolución o una invasión bélica externa. No era el caso en Cataluña ni en España, ni era siquiera imaginable, por lo que un choque de trenes solo podía tener un único perdedor, el convoy más débil.

El juicio que estamos viviendo es la conclusión lógica de ese error, sólo que sesgado por la injusticia de la simplificación de origen. Hay 12 encausados y 7 en rebeldía pero podrían haber sido muchos más o muchos menos, en virtud de los caprichos de la coyuntura. Lo significativo del caso es que la sociedad del Estado en su conjunto, la española y la catalana, nos podríamos haber ahorrado esta aberración histórica si las cosas hubieran ido de otra manera. Se han hecho centenares de análisis de los orígenes y las circunstancias del proceso y se harán muchos más a medida que los historiadores dispongan de todos los datos barajables del momento. Los conflictos políticos siempre son sociales, pero las personas situadas en escenarios clave tienen mucha relevancia a la hora de determinar los acontecimientos. Y en este caso, las dos grandes figuras del proceso, al menos en sus orígenes, tienen nombre y apellidos.

Uno fue Mariano Rajoy que demostró ser el peor presidente de la democracia no solo por su insensibilidad social disfrazada de austeridad para salir de la crisis, sino por su pusilanimidad a la hora de resolver los problemas. Su mayor estrategia: que se resolvieran solos. Y hasta aquí. El otro, el genio, Artur Mas. Lo peor que le puede ocurrir a un político es que se considere el más inteligente y el más audaz entre iguales, aunque demuestre sagacidad y arrojo en momentos determinados. Su sorpresa, cuando en enero de 2006, consiguió cerrar con Zapatero la negociación del Estatut en secreto, dejando con un palmo de narices a socialistas y republicanos de Cataluña por la osadía, le endiosó. A partir de ese momento se consideró a sí mismo un estratega, un político genial capaz de cargar sobre sus espaldas misiones sólo reservadas a los padres de la patria, los máximos líderes de un país. Y, con esa ausencia de realismo sobre sus propias dimensiones, se empeñó en negociar el concierto económico con Rajoy. Cuando se enfrenta uno que se cree un genio, con otro que se sabe impasible, la posibilidad de consenso es una quimera. Si encima la negociación se produce sobre máximos, la posibilidad de éxito es mínima. Cuando en septiembre de 2012 Mas se marchó enfurruñado de la Moncloa sin conseguir nada de nada, empezó la cuenta atrás del 'procés', cuyo capítulo más doloroso se abrió ayer en el Supremo.

Un mal comienzo

Vamos a tener mucha materia y muy densa en las próximas semanas porque vivimos tiempos de perplejidad, revueltos y complejos. El juicio comienza muy mal, pero no por la caracterización sobre la que se empeñan los independentistas. Es evidente que es un juicio político porque se juzga a políticos por actividades políticas pero si las actividades políticas de los políticos no hubieran vulnerado la legalidad, no habría materia penal. Es, por lo tanto, un juicio penal que podría haber sido inmaculado si la judicatura no se hubiera empeñado en substituir al ejecutivo en la defensa del Estado de la que había hecho lamentable dejación. Es muy posible que Llarena se excediera en sus apreciaciones y también la Fiscalía y ese exceso de celo, en lugar de beneficiar a la causa, la ha perjudicado en sus apariencias y muy probablemente también en sus conclusiones. El independentismo tiene razones objetivas para considerar que no solo se ha querido juzgar: también se ha querido castigar. Antes de tiempo, si me lo permiten. Un juicio justo consiste en analizar los hechos, comprobar lo que dice la ley y aplicarlo, sabiendo que hay un tribunal superior que puede revisar lo sentenciado. En este caso hay motivos para ver fantasmas en el análisis y no queda más tribunal que el europeo para enmendar la plana a un Supremo sospechoso hasta la médula. Lo único que puede salvar el procedimiento es comprobar lo que dice la ley y aplicarlo. Y eso incluye transparencia, garantismo, objetividad procesal. El último recurso para una justicia creible.

¿Te ha parecido interesante esta noticia?    Si (1)    No(0)

+
0 comentarios