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14 de octubre. ¿Hay futuro?
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14 de octubre. ¿Hay futuro?

Con el Estado no se juega. Con ningún Estado se juega y con éste, que en manos del PP pareció un monigote de trapo el 1 de octubre del 2017, tampoco.

La sentencia del 'procés', que se ha conocido oficialmente hace unas horas pero que ya se filtró convenientemente a píldoras este fin de semana largo, no ha traído demasiadas sorpresas. Las condenas son largas, sobre todo para tan poco delito aparente, pero el futuro tendría que ir a mejor.

Todos parecemos un poco tontos. Desde el viernes se sabía que no habría condena por rebelión y desde el sábado que las penas serían copiosas pero no abrumadoras. El Supremo, que hizo propaganda de hermético, permitió pistas para oxigenar el anuncio final. Ya se sabe que las malas noticias, si se dosifican, resultan más digeribles y eso ha hecho, aunque el independentismo oficial haya hiperventilado con las filtraciones. Ahora, la fase inmediata se centra en saber cuánto aguantará la protesta, después de que se haya anunciado a bombo y platillo que nos íbamos a acordar de la venganza de los tribunales. Han anunciado tan copiosamente y con tanta antelación el tsunami, que si no hay tsunami o el tsunami es una marejada de cabreados, nos va a saber a poquísimo. Es lo que tiene mostrar músculo en un espejo convexo: que la imagen que refleja resulta esmirriada.

En cualquier caso la sentencia, con casi 500 páginas, ya ha sido analizada como se analizan aquí las cosas: de oídas. Si lo que dicen es verdad, los primeros presos podrían quedar en libertad a primeros del año que viene y así sucesivamente. Habrá habido castigo —duro, porque no hay nada peor que la falta de libertad— pero nada que ver con lo que dictarían los tribunales de una dictadura —recordemos al TOP, por si acaso. En este sentido la sentencia, el proceso, todo lo que se ha movido en su entorno, desde las filtraciones del PP que ponían a Marchena en la cuerda floja, hasta la tozudez del juez Llarena y de la Fiscalía para ver rebelión donde sólo había cabreo meditado, organizado y en funcionamiento, ha servido, en mi modesta opinión, para ubicarse en lo que representa el tercer poder en un Estado europeo del siglo XXI. Ha servido para que el franquismo judicial, que seguía con poder y con maneras, se tuviera que plantear de una vez por todas que ha llegado la democracia. Lo de la exhumación de Franco responde a eso y lo de esta sentencia probablemente también, pese a que al independentismo la cárcel le parezca la venganza de un Estado policial y casi fascista.

No era posible la absolución porque quizás no hubieron rebeldes pero no hay duda de que hubo desobedientes, estrategas de una ruptura institucional, propagandistas de una exaltación civil proclive a la desestabilización del Estado, dirigentes que forzaron la legalidad, activistas que pretendían una movilización social para forzar una ruptura.

Nada de eso es rechazable en esencia. La desobediencia, las rupturas institucionales, las llamadas a la movilización, los actos de protesta civil, todo ello son acciones comunes en situaciones de conflicto social. Quizás por ello la tipificación del delito de sedición sea un gran equívoco, pero es el gran equívoco que ha permitido no tener que condenar por rebelión.

No es normal que se haya llegado hasta aquí. Jamás se tendría que haber cruzado la línea del arreglo político pero esto era imposible, en su momento álgido, por dos razones. La primera, la desidia, la negligencia, la estupidez del gobierno del PP y del peor presidente que ha tenido España en 40 años —que ya es decir— que fue Mariano Rajoy. Hizo creer al independentismo que no había Estado o peor, que el Estado era el gobierno del PP. La segunda, la miopía política del independentismo oficial que se dejó seducir por quienes pensaban que Europa era tan democrática que permitiría que las urnas pudieran desmembrar un país miembro. Todo ello sin considerar que cualquier especulación secesionista abriría la espita de la disolución territorial en una gran parte de países de la actual UE que tienen en su interior tantas luchas soterradas de soberanía como en la península ibérica.

No hay peor solución para resolver problemas —aunque sean particulares— que poner a la justicia a dirimir. La justicia no tiene corazón, tiene leyes, y con el corazón de los jueces es mejor no tener que contar. Y los Estados —y más si son democráticos— tienen poderes repartidos, potentes y estabilizantes: si uno falla, cualquiera de los demás es capaz de defender la estructura. Solo las revoluciones los incapacitan. Y para las revoluciones no hace falta sólo tener la razón. Hay que tener, sobre todo, la fuerza necesaria.

El futuro tendría que ir a mejor. El Estado —sus poderes—, ha entendido que tiene un problema que no se solventa solo con la defensa que han hecho los tribunales. La justicia, ahora, callará en lo substancial. Le toca al legislativo y al ejecutivo encontrar vías para una mejor articulación del país.

Pero para ello es indispensable que esas vías de futuro no tengan una única solución: la independencia. Y ni siquiera una solución que no lo es: el referéndum de autodeterminación. No hace falta que el independentismo renuncie a sus aspiraciones pero debe entender que estas aspiraciones solo van a ser posibles en el contexto de una nueva realidad europea: cuando Córcega pueda ser independiente, y la Padania, y Baviera, y Flandes y un montón de regiones con aspiraciones estatalistas. No cuando estas regiones lo sean, sino cuando puedan aspirar a serlo. Es decir, cuando la cuestión de las soberanías deje de ser un estigma y se pueda hablar abiertamente de una federación europea de regiones autónomas. Y donde la voluntad centrípeta de la fraternidad social contrarreste el carácter disgregador de los que se piensan elegidos y superiores.

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