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Hasta que ni el coronavirus nos separe

Hasta que ni el coronavirus nos separe

viernes 05 de junio de 2020, 04:00h
Un matrimonio de jubilados de L’Hospitalet que ha sobrevivido al covid-19 rememora sus dos meses de angustia y de lucha contra la enfermedad el SARS CoV-2 después de mirar muy de cerca a la muerte

César Pérez Pérez, de 72 años, empezó a encontrarse mal la víspera de las demonizadas manifestaciones del 8M. Tos fuerte, dolor en el pecho y unas décimas de fiebre. Nada que el Frenadol no alivie. “Pensábamos que era un simple constipado”, explica su mujer, Irene Aguilar Berenguer, de 69 años. Viven en el barrio de Santa Eulàlia, en L’Hospitalet. Junto a la Ciutat de la Justícia.

Pero la tos de César seguía desatada. In crescendo.

-Me duele cada vez más el pecho.
-Es normal, se resienten las costillas. Has tosido toda la noche -le consolaba Irene. Y miraba el termómetro: 37,7º.

Como no mejoraba, llamaron al médico. Les recetó paracetamol cada seis horas. Nada. La tos se agarraba como una lapa al pulmón de César.
Y de repente, cerraron el ambulatorio, los bares, los comercios… Todo. Y se vieron, de un día para otro, confinados en casa y sin mascarilla, porque llevaban días agotadas en las farmacias. Tampoco les preocupó en exceso. Total, César no tenía el coronavirus. Telefónicamente le habían diagnosticado un vulgar resfriado.
Pero algo no cuadraba. A los pocos días, Irene comenzó a tener fiebre. Aunque al tomar paracetamol, no pasaba de 39º. Lo fastidioso era que le apareció un dolor de huesos, fuerte, rotundo y cada vez más intenso. “No podía ni dormir. La cabeza me reventaba. Vomitaba y tenía diarrea”, recuerda Irene.
Ni por asomo sospechaban que estaban infectados de covid-19. Por eso no se atrevieron a ir al Hospital de Bellvitge.

-¿Vamos a urgencias?
-Mejor no. Allí la gente está tirada por los suelos. Si vamos, aún cogeremos el coronavirus…

Y siguieron empeorando. El jueves 26 de marzo el panorama era tan desolador que telefonearon a la mutua que se costean pidiendo ayuda. Sorpresa y desesperación. Su interlocutora no podía enviarles un médico porque seguramente se habían contagiados con el SARS CoV-2. Debían llamar al 061.
Irene marcó por primera vez el 061 a las 19.00 h. de ese mismo día y estuvo en espera hasta las 23.30 h. sin obtener respuesta. Hasta que la batería del móvil se agotó y la llamada se cortó. Decidieron acostarse y volver a probar a la mañana siguiente. Pasaron “una noche muy, muy mala”, revive el matrimonio.
A las 7.00 h. del viernes consiguieron que en el 061 descolgaran, aunque los pusieron en cola. Tenían 30 personas delante. Irene dejó el teléfono descolgado, en modo altavoz, mientras sonaba la musiquita. Pero a las 13.30 h. la batería del celular se fundió. No llamó más.
Esa noche fue un infierno. No se aguantaban de pie. Al hacerse de día, telefonearon de nuevo al 061 y a la mutua. Sin respuesta.

-¡Nos vamos a morir en casa! -lloraban.

Al segundo intento, la mutua respondió y les envió una ambulancia.
César llegó a la Clínica Diagonal de Esplugues ahogándose. Apuntaba a UCI. No lo intubaron de milagro. Solo máscara de oxígeno. Igual que Irene.
-Su marido está muy grave.
Ambos ingresaron en una habitación individual, completamente aislada, a la que se añadió otra cama. Les hicieron placas, analíticas y las pruebas del coronavirus. Los resultados, de infarto: César negativo, Irene positivo. Y eso que él le había pasado el virus a ella.

-Los test fallan mucho. No son fiables.

César respondió rápido al tratamiento con antibióticos. Pero Irene fue a peor. A mucho peor. Le prescribieron hidroxicloroquina, pero le sentó como un tiro. “Me ponía fatal cada vez que me la tomaba, con arcadas y dolores. Sentía que me moría”, revive Irene. Y en realidad era así, porque estaba a las puertas.

Seguramente la salvó la compañía de César, que (algo más recuperado) no se separó de su lado en todo el tiempo, incluso cuando tuvo el alta. “Cogí depresión y claustrofobia. Era una sensación muy desagradable. Yo creía de verdad que me iba al cementerio. Si hubiera estado allí sola no lo habría superado. César me calmaba cuando lloraba y me hacía andar por la habitación para que me moviera”, relata Irene aún con angustia.
“Irene estuvo muy mala. Yo también pensaba que se moría, que era el final”, se atraganta César. Fueron secuencias durísimas, enclaustrados en una habitación pequeña y sin saber si saldrían de allí sanos y salvos. “Ponías la televisión y veías tantos muertos … En todos los canales. Los telediarios solo hablaban de muertos. Daban imágenes con montones de ataúdes. Y nosotros estábamos ahí, en un hospital, en mitad de todo eso. Lo veías todo negro. Decidimos no poner más las noticias, para no calentarnos la cabeza… Y nos hemos salvado”, se emociona César.

Tras pasar un calvario, el 6 de abril la pareja recibió el alta médica. Abandonaron la clínica entre los aplausos de un personal sanitario al que nunca vieron las caras (porque las protegían bajo dos mascarillas y una visera), pero del que están profundamente agradecidos. Por sus atenciones y porque los vieron sufrir, deprimirse, llorar y contagiarse sin dejar de darlo todo. Y de ahí al seguir una estricta cuarentena en casa. César aún tardó otros 15 días en bajar por primera vez a tirar la basura. Irene necesitó 25 días para volver a salir a hacer la compra.

Desde hace unas semanas pasean juntos -siempre con mascarilla- y se desinfectan continuamente las manos con gel. Cumplen a rajatabla todas las indicaciones de las autoridades sanitarias.

Mientras se adentran lentamente en la nueva normalidad no pueden dejar de pensar en los dos matrimonios de su misma escalera que se infectaron con el coronavirus, más o menos, a la vez que ellos. Los dos maridos han muerto. Ellas se han salvado. Residen en la zona de L’Hospitalet con más contagios y mayor letalidad. Les entristece que muchos de sus convecinos de toda la vida de la barriada han fallecido sin que nadie los haya podido despedir como merecían. “Hemos tenido suerte”, reconocen César e Irene. Mucha. III

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