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Licencia de objetividad contrastada
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Licencia de objetividad contrastada

Por Joan Carles Valero
sábado 02 de octubre de 2021, 04:00h
Uno no es lo que dice, y menos si se dedica a la política. Uno empieza a ser lo que hace, pero lo que verdaderamente completa a uno es lo que oculta.
Desgraciadamente, el periodismo se ha dedicado en exceso a lo declarativo y ha desatendido los hechos, cuando deberían ser su principal cometido. He ahí uno de los motivos no tecnológicos de la crisis que atraviesa este oficio: la dejación de sus funciones como comprobador de hechos, poniéndolos en contraste con lo que se dice y, de vez en cuando, filtración mediante, revelar lo que se oculta.
La verdad se oculta porque no debe ser conocida. Y no puede ser revelada porque se descubriría el motivo por el que se quiere ocultar. George Orwell lo tenía claro: “Periodismo es publicar lo que alguien no quiere que se publique. Todo lo demás, son relaciones públicas”. El mismo Orwell anticipó en “1984” un Ministerio de la Verdad que en su distópica obra se ocupa de la mentira, al igual que el de la Paz trata la guerra y el de la Abundancia la inanición, en una suerte de doblepensamiento como proceso de adoctrinamiento por el que se acepta simultáneamente dos ideas contradictorias que permiten aceptar como verdadero lo que es falso. Vladimir Putin bien lo sabe y por eso ha creado un Ministerio de la Verdad para contrarrestar todo lo que se diga de Rusia desde el exterior y que no coincida con el argumentario oficial.

Ley de la Verdad
En “El músico del Gulag” (Berenice), la última novela del periodista y escritor Manuel Calderón (Peñarroya-Pueblonuevo, Córdoba, 1957), no hay un Ministerio de la Verdad, pero se aplica de forma implacable una Ley de la Verdad con especialistas dedicados a la lectura de periódicos, revistas, libros y tesis doctorales en busca de mentiras. Son los V2, los Voluntarios de la Verdad. Chamanes que pueden diferenciar entre lo que es una mentira para ocultar un hecho (nivel 1) de la mentira como falsificación (nivel 2). El protagonista es un periodista que emprende una investigación obsesiva sobre la vida del músico Makarov, que de niño tocó el acordeón ante Stalin, lo que le lleva a los lugares donde el siglo XX dejó marcadas sus grandes mentiras y su terrible verdad. La publicación de un reportaje que se descubre falso trunca el final de su carrera. La sociedad donde se desarrolla la trama, entre la sátira agridulce y la parodia filosófica, es más proclive a defender la mentira como falsificación, ya que, después de todo, la falsificación es un arte.
En nuestra sociedad, la verdad ha pasado de moda: lo que se lleva ahora es la realidad, teniendo en cuenta que la realidad no es responsable de nada, solo es la consecuencia. Un problema que caracteriza nuestra época: la realidad no tiene sentido, no siente, solo es, y no puede ser cambiada. “Es verdad que los seres humanos no pueden soportar mucha realidad”, dice Iris Murdoch en “La soberanía del bien”. Se soporta mejor el relato y, de ahí, la obsesión por tejerlos para imponerlos como guion, a menudo vacío, que se ha comido la concepción clásica de la política, que es la acción ligada a construir palpables realidades.

Jugar con amital de sodio
Hannah Arend defiende en su libro “Verdad y mentira en la política” que “la opinión, y no la verdad, está entre los prerrequisitos esenciales de todo poder”. Un poder que ya solo hilvana relato tras relato en un presente continuo con el único requerimiento de una pizca de verdad y todo el relleno de verosimilitud. El objetivo no es otro que generar sentimientos, esas construcciones que hacemos tras experimentar ciertas emociones porque hemos mutado de “homo sapiens” a “homo sentimentalis”. Y es que la mentira, dicha desde el corazón, tiene tanto valor como la verdad no dicha pero sucedida, factual. Katherine Viner, directora de The Guardian, lo tiene claro: “Cuando un hecho empieza a parecerse a lo que uno siente, es muy difícil diferenciar entre los hechos que son verdad y los hechos que no lo son”. Aquí en Cataluña lo sabemos desde hace una década: la pasión domina vidas y una mentira triunfa con el deseo de que se cumpla.
Calderón, que se licenció en Filosofía antes de ejercer el periodismo, mantiene su vinculación con l’Hospitalet pese a vivir desde hace unos años en Madrid. No en vano estudio en el instituto Torres i Bages de Can Serra, estuvo vinculado a la Asociación de Vecinos de Sant Josep, dirigió el Aula de Cultura de Bellvitge en la década de los 80 y fue coeditor de la revista “Papers de Ciutat”. En el mundo creado por el autor de “El músico del Gulag” se había puesto de moda jugar a descubrir qué era falso y qué era verdadero, hasta el punto de haber un espacio reservado en los periódicos y un programa con botes millonarios titulado “Fake al mejor”, porque se había instalado la idea de que la realidad era una creación manipulada y no somos más que víctimas de una conspiración, de modo que la ficción es considerada delito, porque la mentira es creativa y la verdad no. También se había extendido la moda de participar en sesiones de narcoanálisis con amital de sodio, el suero de la verdad, a modo de terapias de purificación mental para expulsar a la mentira y la culpa derivada en una suerte de exorcismo social.
El autor sitúa al protagonista de su nueva novela como periodista en “Diario del Atardecer”, dirigido por La Larva, y como periodista que también es, se ríe de conceptos del oficio como percha, fuentes o esas comillas que son la única prueba de que lo que se cuenta ha sucedido y es verdad. Una mentira entrecomillada sigue teniendo más valor que una verdad perdida en el texto. Hasta en la mentira hay que ser rigurosos, incluso más que en la verdad. Nuestra vida está tuneada de mentiras, sobre todo cuando miramos hacia atrás, a través de la neblina que envuelve el pasado, cuando creemos haber vivido cosas que nunca sucedieron y, a medida que pasan los años, esas ideas toman cuerpo real en una suerte de reconstrucción vital limpia y con una secuencia perfecta de los hechos. Lo que en cine se llama un buen montaje.

El perdón, virtud del derrotado
El periodista narrador de la tercera novela de Calderón, tras “El hombre inacabado” y “Bach para pobres”, persigue la mentira de los hechos y la verdad de las palabras de quien dice llamarse Gregori Makarov y logró huir del Gulag. El protagonista se hunde en el fango abrazando a su verdugo de forma brechtiana. Porque la víctima puede vencer al verdugo si olvida o perdona. El perdón, la virtud de los que han sido derrotados. Máxime si el hombre que le mintió será quién le salve. El periodista acaba inhabilitado para trabajar en medios de comunicación que dispongan de la Licencia de Objetividad Contrastada, mientras su esposa le recuerda que la razón no siempre es lo mejor para seguir viviendo. III
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