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Aprender a vivir en la diferencia

Por Mossèn Pere Rovira
miércoles 23 de julio de 2014, 13:48h
Con frecuencia observo la intrusión de la cultura de la “etiqueta”, es decir, clasificar a la gente según nuestra particular visión de la realidad.
Lo más preocupante es que se convierte en un criterio excluyente que sitúa al individuo en la disyuntiva: o eres de los míos o eres contra mí.
Con facilidad, ponemos la etiqueta de “carca – progre”, “anticuado – moderno”, “ateo – creyente”, “conservador – progresista”… Da la sensación de que uno se contrapone al otro, como si uno fuera enemigo del otro, o peor aún, que uno sea mejor que el otro. Esta visión “dualista” genera excesivas tensiones en la convivencia, llegando incluso a ciertos enfrentamientos dialécticos. El ejemplo más plausible lo encontramos en el mundo político, donde utilizan este lenguaje de confrontación, que no de enriquecimiento, para argumentar sus posicionamientos.
Pretender que todos pensemos igual i de forma homogénea es de enorme ingenuidad y, al mismo tiempo de empobrecimiento. Cada persona es el fruto de su historia: familia, cultura, experiencias, sociedad…; cada individuo aporta visiones y perspectivas que pueden sumar en beneficio de todos. La cultura de la etiqueta se orienta a la exclusividad de mis ideas, sin entrar en un diálogo constructivo. Todo aquello que confirma mi pensamiento o visión de la vida es acogido sin pestañear; todo aquello que cuestiona mi ideal de vida es rechazado, en ocasiones, de forma discriminatoria o irracional.
Dos ejemplos así lo confirman:
1.- En editoriales de prensa, debates televisivos, tertulias radiofónicas o “mítines” políticos, la palabra “progresista” goza de enorme prestigio. Todos se quieren apuntar a este carro; vende más, atrae más y engorda el “ego”. En cambio la palabra “carca” o “conservador” es utilizada con cierto tono descalificador; es una palabra que resta y condiciona negativamente.
2.- En ambientes intelectuales, académicos o del mundo del espectáculo, la palabra “ateo” está de moda. Hay una percepción negativa del “hecho” religioso, tan antiguo como la propia historia de la humanidad. Subyace la idea de que “creer” reduce tu libertad y una visión amplia de la realidad; da la sensación que “creer”, en el mundo actual, es un estadio no evolucionado del ser humano, reducido a personas incapaces de afrontar la finitud tal y como la naturaleza nos la hace presente.
He podido observar, con cierto dolor, como se presenta “la creencia” de forma caricaturesca y burlona, humillante e irrespetuosa,… como si creer o no fuera sólo una opción personal. Uno no cree porque así lo decida, no es una iniciativa propia y no es una certeza matemática. Lo que más sorprende a esta sociedad prepotente, soberbia y autosuficiente es que la “fe” no es un mérito, una conquista o una capacidad intelectual, es más bien una acogida de un gran acontecimiento que da sentido y contenido a tu vida.
¿Podemos dialogar y enriquecernos mutuamente los ateos y los creyentes, los conservadores y los progresistas, los “carcas” y los modernos? Sin dudar, SÍ. Construyamos espacios e instrumentos para facilitar este intercambio positivo, sin presuponer que unos son mejores que otros. Aprendamos a sumar, revisar y corregir sin prejuicios, ni etiquetas previas.||


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