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El miedo

miércoles 23 de julio de 2014, 13:48h

El profesor Fontana, uno de los más insignes historiadores vivos del país, viene repitiendo a quien quiere escucharle desde hace unos cuantos años, que si la clase dominante del mundo occidental, por explicarlo de otra manera, que si el capitalismo rampante se está atreviendo a masacrar el Estado del Bienestar y a arrasar las esperanzas de las clases productivas en todo el mundo se debe, substancialmente, a que a finales de los 90, se acabó la amenaza latente existente desde los albores del siglo XX, que preveía un nuevo orden distinto al que impuso en todo el universo avanzado la revolución industrial y el imperialismo. 

El capitalismo en sus últimos estadios, que es el que sufrimos ahora la inmensa mayoría, tenía un miedo interiorizado de décadas que le impedía la depredación inmisericorde de bienes y personas desde que los revolucionarios soviéticos demostraron al mundo que había una posibilidad distinta de repartir la riqueza y que el igualitarismo no era una utopía sino un proyecto de futuro alcanzable.

La barbarie del crecimiento insostenible
Da igual que lo que derivó de aquella revolución socialista fuera un desastre en sus resultados históricos: sirvió para frenar la barbarie que lleva intrínseca la fiera del crecimiento insostenible y de la injusticia humana que defiende el mercado como filosofía de vida y como civilización. Desaparecido el estado de cosas que representaba el contrapoder, el capitalismo occidental y el imperialismo estadounidense se ven con fuerzas para implantar un nuevo orden social donde los únicos objetivos son la acumulación indiscriminada de capital a costa del hundimiento del mundo si es necesario. Vamos a eso, sin duda. A no ser que se encuentre el camino para que vuelvan a tener miedo.

De hecho, la implantación de la justicia, las leyes, los códigos sociales tienen la misma base de raíz. Nos regimos por la harmonia pero sobre todo por el miedo al castigo. No debiera ser así, pero estamos inmersos en la cultura del egocentrismo y de la competitividad y no en la de la cooperación y la solidaridad, mal que nos pese. Y no es de ahora, aunque estoy en contra de los que agoreramente afirman que estos valores son intrínsecos del ser humano y por ende inamovibles.

Estos valores son propios del sistema económico en el que nos hemos desarrollado y que hemos considerado como el mejor, cuando es el peor sistema posible para la paz social y para el equilibrio planetario. Y en este contexto de individualismo, desigualdad, subsidiariedad, ausencia de autonomia y alienación que nos impone la vida en este sistema, el miedo siempre actua como preventivo.

Quienes nos opusimos humildemente a la dictadura en sus estertores, reconocimos en el miedo una enorme virtud. Ellos, quienes dominaron buena parte de nuestra infancia y juventud, impusieron el miedo tras la victoria por las armas, pero unas cuantas décadas de injusticias acumuladas posibilitaron que el miedo cambiara de bando hasta el punto de que la Transición, si por algo se distinguió, fue por el miedo de los postfranquistas al postfranquismo al que se les estábamos forzando. Luego todo terminó muy mal, pero mientras tuvieron miedo, los desposeidos de casi todo conseguimos grandes avances.

Perder el miedo al miedo
En nuestra profesión, sin ir más lejos, el miedo fue un argumento de enorme magnitud: en aquellos años, a los periodistas nos tenían miedo. Tenían miedo de lo que pudiéramos explicar y de las consecuencias de aquello que explicábamos. Cuando perdieron el miedo a los periodistas —Felipe González ya era el dueño de la finca y quien se movía no salía en la foto— se atrevieron a cerrar bocas y periódicos, casi al mismo ritmo con el que antes nos daban pistas o nos filtraban datos.

Da miedo que el miedo tenga tanto poder, lo reconozco. Pero hay que perderle miedo al miedo, hasta ponerlo de nuevo de nuestra parte. Porque sólo le respetan a él y solo él puede frenarles. Es verdad que el miedo resulta compañero inseparable del poder y que sin poder, el miedo únicamente es una añagaza, una frivolidad, una insignificancia. Aunque existan leyes. Y el poder no es fàcil de conseguir porque sólo tiene un manantial, el que alimenta la gente a base de credibilidad y confianza.

Precisamente estos días se están leyendo muchas cosas sobre la crisis de credibilidad y confianza en que está entrando el mundo de la comunicación, donde el papel prensa lleva una deriva tan dramática que muy pocos apuestan ya por un futuro de estabilidad para la profesión. Durante tanto tiempo se estuvo al albur de la componenda, del servicio al mandarín, de lo políticamente correcto, que se olvidó que lo molesto es la esencia del periodismo, que se alimenta de lo que el lector solo conoce porque hay un profesional que se lo explica. Un profesional que está para eso, para servir al lector que es, en última instancia, el único que debiera garantizar la pervivencia del medio si no fuera porque todo este mecanismo se pervirtió por ambas partes —por parte del periodista y por parte del lector— hace ya demasiados años.

Por eso, recuperar lo molesto es, nos guste o no, recuperar el mecanismo del miedo como factor de prevención, como freno a la impunidad, como obstáculo a la depredación. Si alguien es molesto es porque hay quien teme el buceo en mares hasta ahora muy privados. También en este mundo del papel impreso el miedo es la fórmula para sobrevivir.

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