Esa llamada a la reunión de quienes caminan entre el sueño y la vigilia me ronda la cabeza desde que hace unos meses leí por primera vez la traducción que el también poeta Jordi Doce hizo de estos “cuadernos”. Y es que si El monstruo ama su laberinto puede ser leído como un testamento poético de Charles Simic, no puedo evitar pensar esas ocho palabras como una perfecta destilación de aquello que hizo que me interesase por su obra en mis años de estudiante universitario: su complejo y sutil tratamiento literario del insomnio, de una nocturnidad no escogida a la que la mayoría permanece ajena.
Mi séquito silencioso (2005) fue el primer libro del autor que tuve en las manos. Recuerdo que me acerqué a comprarlo a La Central del Raval una tarde, después de clase, animado por una entrevista que se había publicado con motivo de la traducción de ese poemario al español. En ella, Simic y un periodista cuyo nombre lamento no recordar conversaban precisamente sobre la importancia del insomnio en la obra del primero. Por entonces yo apenas había echado los dientes como lector, pero no sin resignación había aprendido a convivir con el insomnio. Desde niño me acompaña una dificultad casi crónica para conciliar el sueño y eso me provocaba una ansiedad con la que lidiaba mejor o peor según la época. Nunca hasta entonces se me había ocurrido que esas noches en vela y lo que en ellas acontecía pudiese ser materia literaria. Era algo que, sencillamente, soportaba, hasta que la escritura del belgradense me permitió comenzar a observar las madrugadas de manera más sosegada, una suerte de tiempo intersticial al que me veía condenado, sí, pero cuya exploración podía resultar fascinante, brindarme una peculiar perspectiva de la ciudad, de mi apartamento, de mí.
Charles Simic había padecido insomnio crónico desde una edad temprana. Nacido en la trágica ciudad de Belgrado en 1938, la noche se configuró en su imaginario de forma irremediable como un espacio tocado por la incerteza, arañado por la inquietud. Bajo el aparente silencio de una ciudad que dormía, si uno afinaba el oído, podía escuchar sonidos reveladores: el motor de un bombardero alemán; los susurros de los padres asustados; el murmullo de unos vecinos que tal vez rezaban sus oraciones o delataban, traicionaban; más tarde, el de unos nuevos conciudadanos que hablaban una lengua —francés, inglés— que todavía no había aprendido a hablar.
Esas primeras madrugadas de vigilia del niño serbio, en Belgrado o ya exiliado en Francia, en Estados Unidos, encuentran eco en algunos de sus poemas, en los que se expresa la voz de alguien que, incapaz de conciliar el sueño, escucha, mira, y logra percibir algo sutil y revelador. Probablemente los versos en los que se aprecia con mayor claridad esa raíz los encontramos en “Hotel Insomnio” (Hotel Insomnio, 1992). El poeta describe percepciones más o menos cotidianas desde una austera habitación: escucha a un vecino tocar My Blue Heaven en un piano destartalado, oye los pasos descalzos de una vecina que va al baño a mear después de haber hecho el amor. La noche para esta voz que no logra mantener sus párpados cerrados se convierte en un amplificador de los sonidos de la humanidad. Sonidos a los que el día, con su prisa, con su ajetreo, no nos permite atender. Pero, todavía más profundo, a medida que aguza el oído el poema se quiebra en unos últimos versos en los que su escucha atraviesa el tiempo, de regreso a la propia infancia: “Una vez, también, el sonido del llanto de un niño. / Tan cerca se oía que, por un momento, / pensé que era yo quien lloraba”.
La condición del insomne se configura en la poética de Charles Simic como tema en sí mismo, pero también —y esto me parece más interesante— como un punto de vista que permite experimentar y comprender la realidad de un modo peculiar. En ese tiempo en que los ojos de la mayoría permanecen cerrados, quien permanece despierto ve cosas que se le hurtan a los que pueden disfrutar de un plácido reposo. En “Mi séquito silencioso”, por ejemplo, se narra cómo el poeta recibe la visita de “un séquito prudente / de ángeles domésticos y demonios / a quienes alguna vez conocí / y que hace tiempo he olvidado”. Una visita de la memoria.
En esos versos emerge también la dimensión política con la que Simic empapó la vigilia como metáfora. Una metáfora ambivalente, de doble sentido. Y es que en piezas como “El papel del insomnio en la historia” la presenta como una cualidad del tirano. Los dictadores “nunca duermen”. Son “un apenado, severo / e imperturbable ojo” que debe estar siempre abierto, controlándolo todo. En cambio, en otros poemas, mantenerse despierto es una alegoría de la resistencia al autoritarismo, implica oponerse a la desmemoria. Un sentido que se ve complementado por el hecho de que la mayoría de insomnes que caminan erráticos por los versos de Simic son figuras de los márgenes: “los ancianos de las aceras de Nueva York”, una “adivina gitana”, “grandes fulleros y sus compinches”…
También es tornasolado el tono con el que Charles Simic versó sobre la madrugada y sus moradores. En muchos de esos poemas la épica y el humor se entreveran sin que el lector pueda escardar el uno del otro. Y así llegamos de regreso a ese apunte aforístico que mencionaba en la apertura del artículo. “Sonámbulos, uníos. Congregaos en las azoteas a medianoche” invoca una escena con un aire surrealista —otro rasgo de su poesía— y poderosa en la que algunos extraños van a reunirse para compartir ese tiempo nocturno, para convertirlo en un espacio de comunidad. Pero, al mismo tiempo, Simic parece estar mofándose de la retórica comunista que tan de cerca conoció, en Yugoslavia, de donde su familia se exilió en 1948. Y esa posible parodia del lenguaje nos devuelve de nuevo al terreno de la épica, invitándonos a pensar en los que no pueden dormir, o solo dormir a medias o inquietos, como guardianes, como resistentes y… III