El ser humano, en su búsqueda de algo permanente y eterno, se ha construido su propio discurso utópico, su propio lenguaje pseudo-religioso o su mirada especulativa sobre este gran misterio: la vida y la muerte.
En este momento, la voz de algún científico se atreve a pronosticar una vida muy longeva e, incluso, una vida inmortal a corto o medio plazo… El hombre en su afán de conquistar todo conocimiento, su ambición se extralimita, sobrepasando los límites morales, ya sea en la manipulación de la vida como en el control de la finitud de nuestra existencia.
Lo que siempre me ha atraído del cristianismo es su mirada a la eternidad desde la realidad concreta de nuestra vida. Somos personas proyectadas a esta eternidad, pero sin olvidarnos de defensar la vida desde la inocencia de un no-nacido, hasta la dignidad del anciano; desde los que son masacrados por las guerras y las injusticias, hasta todos aquellos que son excluidos por esta sociedad de la etiqueta (drogadictos, vagabundos, pobres, etc.)
¿De qué me sirve vivir muchos años e incluso la inmortalidad, si no descubro el por qué y el para qué vivo, si no valoro todo aquello que he recibido, si no administro en bien de los demás las capacidades y los bienes que sin merecimiento alguno soy poseedor, si no colaboro en la construcción de un mundo mejor, si no miro la promesa de la eternidad con humilde y profunda gratitud?
El problema no radica en la cantidad de años, sino en el contenido y calidad que le doy a ese camino. La vida, por sí misma, es la mejor oportunidad para aprender a descubrir los valores que la hacen bella y plena. Sólo hay una verdad que dejaremos a nuestras familias y amigos, y que nos llevaremos con nosotros al final: el Amor. III
“Pues, ¿de qué le sirve al hombre haber ganado el mundo entero, si él mismo se pierde o se arruina?” (Lucas 9, 25)