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Que los lectores se disfracen de superhéroes

Por David Aliaga Muñoz
viernes 03 de abril de 2020, 12:22h
Esta carta desde Krypton la escribo cuando llevamos dos semanas en estado de alarma a causa del coronavirus. Las librerías se han visto obligadas a bajar la persiana sine die, y las editoriales han tenido que aplazar sus lanzamientos.

Esto significa que buena parte de los trabajadores del sector hemos sido objeto de ERTE, pero también que se han reducido drásticamente los encargos a los traductores, correctores y diseñadores autónomos; que los chóferes de las distribuidoras no tienen cajas que mover... La actividad económica en torno al libro se ha visto bruscamente detenida y todos los compañeros con los que hablo sienten una profunda inquietud por su futuro inmediato.

El sector editorial es muy vulnerable ante una situación de parón. El tejido empresarial del libro en nuestro país está formado sobre todo por pequeñas empresas, y algunas medianas, con escaso margen para reducir gastos y compensar la enorme pérdida de ventas. Ni siquiera los grandes grupos son inmunes. A pesar de que se trata de un sector creativo y de que se están adoptando múltiples estrategias para encajar el golpe, cada día que pasa con las librerías cerradas –y parece que, por la salud de todos, así tiene que ser– más profesionales están cerca de verse, en el mejor de los casos, sin trabajo cuando todo esto termine. En el peor, sin trabajo y con deudas.

Naturalmente, me preocupa en lo personal; pero me entristece mucho más porque conozco la vocación con la que muchos libreros, editores, escritores, traductores, compañeros del almacén…, desempeñan sus oficios porque consideran que emplearse en entregar a la sociedad –a ti– un libro o un cómic es un trabajo que merece la pena hacer aunque no sea el mejor pagado o en el que el producto ofrezca el margen de beneficios más amplio.

Imagino que muchos de los lectores de esta columna coinciden en apreciar el valor de una publicación más allá del material. Un cómic o un libro cuestan cuatro, diez, veinte euros, pero lo que hallamos en sus páginas, ¿a menudo?, ¿a veces?, es una experiencia de la maravilla. Nos permiten vivir vidas que no viviremos, nos arrojan un salvavidas o nos rompen para que tengamos opción de reconstruirnos al levantar la vista de la página. Cuánto más nos están ofreciendo estos días en que no podemos salir de casa y tenemos la cabeza llena de preocupaciones.

En la medida que los ERTE y las estrecheces que nos tienen previstas nos lo permitan –porque como siempre, la factura del parón económico la pagaremos los trabajadores más que nadie–, cuando todo esto pase, si queremos seguir asomándonos al prodigio de la literatura, deberíamos lanzarnos en tromba a las librerías. No sólo por gratitud al librero que nos descubrió aquella novela que nos cambió la vida, también porque menos librerías y menos editoriales, significa también que tendremos menos mundos en los que habitar y menos herramientas para comprender éste.

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