La población mayor de 65 años en la Unión Europea crecerá casi un 50% en los próximos treinta años. No solo habrá más mayores, sino que además vivirán más.
España es el país más longevo de la UE-27 y los pronósticos apuntan a que su población centenaria se cuadruplique en solo quince años.
Desde el punto de vista social, sanitario, político, económico y jurídico, el envejecimiento de la sociedad constituye uno de los fenómenos más determinantes de este siglo y todo un reto.
La situación planteada tendrá una incidencia en el futuro próximo, que desconocemos cómo nos afectará, porque el incremento de la longevidad es algo relativamente reciente, que tiene sus orígenes a principios del siglo XIX en varios países de Europa. Hasta entonces, la estimación de la esperanza de vida apenas había variado.
Así, en los países occidentales la esperanza de vida, que a principios el siglo XX era de alrededor de 40 años, ha superado los 80 años en el momento actual, y de momento no se vislumbra un freno en este fenómeno. De seguir esa tendencia, probablemente a finales de este siglo el ser humano supere a menudo los 100 o los 120 años de vida.
No obstante, vivir más no necesariamente implica gozar de buena salud, mantener una vida independiente o permanecer activo. Por ello, en el futuro inmediato, ante el logro de vivir más tiempo, resultará primordial la calidad de vida de esos años extra y mantener las capacidades físicas y mentales.
Ante la perspectiva de una población tan longeva, los aspectos fundamentales se deben centrar en las pensiones, las ayudas a la dependencia, la asistencia sanitaria y otros recursos destinados al cuidado. Ahora bien, la cuestión es si el actual sistema corre el riesgo de volverse financieramente inviable.
Resulta lógico concluir que la longevidad no debería constituir un motivo de preocupación, sino de alegría, siempre y cuando se acompañe de una buena calidad de vida, para lo cual se debe dotar de recursos económicos suficientes, siendo imprescindible un cambio radical en las políticas públicas.
En consecuencia, las políticas a implementar deberán centrarse en un marco jurídico que refuerce la protección del mayor cuando haya perdido sus facultades físicas o mentales, o no disponga de los medios necesarios para sobrevivir. Sólo a través de la capacidad de anticipación, ante la carencia de plenitud de facultades, se podrá asegurar una vejez digna. III