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Una mañana de noviembre
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Una mañana de noviembre

Por Gonçal Évole

domingo 22 de noviembre de 2020, 12:51h
El 22 de noviembre de hace veinte años era miércoles y, por razones de mi trabajo –en aquel entonces estaba plenamente en activo- me di el madrugón habitual. Mi hijo, por idéntica razón trasnochaba y todavía, al menos eso suponía, dormía en su habitación. Recién salido de la ducha, oigo que me llama: “Pare…pare, vine de seguida”. Acudí a su habitación y me musitó en su duermevela: “Pare, han matat a L’Ernest Lluch”.

Se había enterado al salir de su trabajo. Sin poder creerme lo que estaba oyendo, se lo hice repetir y añadió más detalles: “Ha sigut al garatge de casa seva, ahir a la nit, als voltants de les 10 de la nit quan tornava de la facultat. Dos trets al cap”.. Con el mazazo de la noticia, cerré con rabia los puños al tiempo que me repetía: ¡Malditos, más que malditos! En aquellos momentos desconcertantes, pensé que tal vez sus madres eran unas santas pero que ellos eran todo lo contrario. No me importa confesarlo: noté que se me nublaban los ojos y las mejillas húmedas de los lagrimones que, sin poderlo evitar, se deslizaban por ellas, porque no habían matado sólo a un hombre, con sus dos tiros cobardes y asesinos, se habían llevado por delante a todo un símbolo de Catalunya, porque Ernest Lluch, con su trayectoria, con su lucha por la paz, por su contribución a sacar España de su rancia y casposa realidad ancestral se había hecho acreedor a ello. Ante todo, Ernest era un hombre de bien, de una humanidad desbordante y una inteligencia asombrosa.

Aquella desdichada mañana no di pie con bola en mi trabajo, en mis visitas a clientes. Se me notaba -¡y de qué manera!- la inmensa tristeza que arrastraba. Recordaba su trayectoria vital, su buen hacer en todos los ámbitos, que lo llevó a ser Ministro de Sanidad y Consumo en el primer gobierno de Felipe González, durante los cuatro primeros años y del que se supo retirar a tiempo, porque Ernest era un verso libre en aquel gabinete. Su llegada al Ministerio fue toda una revolución y los funcionarios se extrañaban de que “aquel catalán” llegase a su despacho a las 8 en punto de la mañana y nada de “cafelitos” a media jornada. Poco a poco fue poniendo en orden aquel caos funcionaral, haciendo que se respetasen los horarios. En un tiempo record consiguió poner en marcha la Ley General de Sanidad de Atención Universal, que significó toda una revolución de nuestro anquilosado sistema sanitario. No olvidaré nunca cuando subía al estrado del Congreso y cautivaba a la audiencia con su palabra cálida y contundente. Sus réplicas y contra réplicas hicieron historia, sin un insulto, sin una palabra más alta que otra, con una erudición insólita en aquella Cámara. ¡Cuánto habrían de aprender los cabestros que tenemos que sufrir hoy!

Amaba con locura el País Vasco al que viajaba con frecuencia y donde tenía infinidad de amigos, entre ellos el mítico alcalde de San Sebastián, Odón Elorza, al que fue a echarle una mano en las elecciones de 1999, donde pronunció un discurso magistral con interrupciones de grupos abertzales que habían acudido a reventar el acto. Ante su actitud, terminó su intervención con unas palabras que han hecho historia: ¡Gritad más, que gritáis poco, porque mientras gritáis no matáis!. Allí firmó su sentencia, porque ETA en su locura utópica, jamás perdonaba. Nunca olvidaré que esperaba impaciente la tarde de los viernes a punto de iniciar el fin de semana en que Gemma Nierga dedicaba la última hora de su programa “La Ventana” a su nunca superada “tertulia de sabios” en los que reunía un cartel de auténtico postín: Santiago Carrillo, Miguel Herrero de Miñón y el propio Ernest Lluch. Era un inigualable placer escucharles. Ni un grito, ni una interrupción de uno a otro. Aquella hora era para mi, enamorado de la radio, lo mejor de la semana. Era la radio en estado puro. ¡Qué erudición, qué don de palabra la de aquellos tres monstruos! De vez en cuando, Ernest, fanático de la música, se arrancaba con un bolero y quiero imaginar a Gemma Nierga escuchándole arrobada con una sonrisa angelical. Sonrisa que se truncó en el homenaje en el que se volcó Barcelona entera para despedir uno de sus símbolos más respetados. Con el dolor que la dominaba, Gemma Nierga elegida para leer el mensaje de despedida, aún tuvo fuerzas para decir “que Ernest hubiera dialogado hasta con sus asesinos”, terminando su parlamento dirigiéndose a la cabecera de la manifestación, para decirles con las pocas fuerzas que le quedaban: “Ustedes que pueden, dialoguen”, palabras que han quedado grabadas en la memoria colectiva de todos los que entonces deseábamos fervientemente la paz. La cara que puso Aznar y otros jerifaltes, era todo un poema. Pese a todo tengo el convencimiento que hoy, Ernest Lluch, con su buen hacer, su talento portentoso, su capacidad de diálogo, estaría negociando con EH BILDU los presupuestos, sin importarle un comino el griterío de una derecha incapaz de sacudirse la caspa de sus trajes y de sus mentes ancladas en el pasado. Permíteme lector que me repita: Ernest Lluch era un espíritu abierto, un hermoso “verso libre”. De aquella aciaga noche del martes 21 de noviembre en que nos lo arrebataron con dos tiros en la cabeza se han cumplido veinte años y aun siento un ramalazo de emoción incontenible al recordarlo.
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