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Zoido declara como testigo en el juicio.
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Zoido declara como testigo en el juicio.

1 de marzo de 2019. Los incompetentes

Baja irremisiblemente el suflé por el juicio del procés y mucho más que bajará si todo se convierte en tan previsible, porque lo previsible no interesa a los titulares de los medios que requieren un poco de morbo para diferenciarse de los millares de informaciones que nos alcanzan, ni tampoco a los espectadores directos que ya empiezan a dormirse con los tecnicismos y las lecciones marchenianas.

Aquí se ha perdido el morbo por las sorpresas, porque los testigos defienden lo suyo, estén a un lado u otro de la trinchera y todo se vuelve repetitivo, cansino, obsoleto, como los aburridísimos intentos de elegir presidente de la Generalitat a Puigdemont en su dacha de Waterloo tras el retorno de la autonomía que llenaron páginas y páginas de especulaciones, deseos reprimidos, declaraciones, debates y más fruslerías para llenar el vacío de la frustración tras la república que nunca fue.

Tres testigos

Ayer hubo un montón de testigos, algunos de los cuales movían al espectáculo como el rufián de Rufián que sin embargo solo se atrevió a la chanza de la merienda para demostrar que no hubo rebelión, y al teatrillo de los saludos finales a los acusados para ningunear a Vila, el traidor, el que siempre ha dicho en público que los twitts de Rufián el 27 de octubre acabaron de soliviantar los ya de por si muy excitados ánimos de Puigdemont y eliminar la alternativa de la convocatoria de elecciones que hubiera paralizado la DUI. No se da cuenta Rufián de dos cosas elementales: la primera, que se está convirtiendo en la marioneta útil de los que jamás se exponen en público y la segunda, que Santi Vila está procesado y pasó por la cárcel porque sus exabruptos sin medida descolocaron a los débiles de espíritu como Puigdemont. Lo terrible no es que eso resulte evidente. Lo dramático es que Rufián haya nacido para ser una marioneta de sí mismo, por lo que le entusiasma un papel que le da protagonismo hoy para dejar de existir mañana; y que alguien pusiera a Puigdemont, con esos nervios de acero que le caracterizan, a dirigir una institución que se merecía muchísima más solvencia.

El segundo testigo del que vale la pena hablar fue el lehendakari Urkullu, la antítesis y la antinomia de Puigdemont. Un presidente de comunidad que se destaca por su seriedad, discreción, relevancia en su papel y capacidad de síntesis, además de por su visión de la realidad del Estado y su pragmatismo político sin renuncias, quien se autoadjudicó el modesto papel de intercesor en su declaración testifical entre la presidencia del gobierno de España y el president catalán. Hizo, en aquel octubre del 2017, lo que le pidieron que hiciera y así lo explicó hasta el punto que, lejos de pontificar, expuso sus intuiciones acerca de la renuencia de Rajoy a aplicar el 155 y otras medidas, pese a que reconoció que el peligro existía. En el País Vasco, que han estado en el huracán político a lo largo de medio siglo, han aprendido muchísimo acerca de tres cuestiones: la primera, lo contraproducente que resulta la violencia política para conseguir avances en sociedades democráticas estructuradas. La segunda, lo imposible que resulta subestimar al Estado y a las legalidades que ampara, para lo cual cualquier confrontación solo puede resolverse sin soliviantar el marco establecido; y la tercera, que lejos de las declaraciones retóricas, lo que demuestra el amor a la patria pasa por conseguir los máximos estándares de calidad de vida y convivencia social, lo que implica hacer política de verdad y no declaraciones de intenciones rutinarias.

El tercer testigo de peso fue el exministro de Interior del gobierno Rajoy. Ya han pasado tres exministros y el propio presidente y cada uno de ellos ha dado la dimensión de su personalidad. En puridad, quienes no conocían en manos de quien estábamos, se pudieron hacer una idea con los testimonios evacuados. Una vicepresidenta dogmática a la que le cuesta salir de los cauces que ella misma se fabrica. Un presidente alelado al que los conflictos le amargan la existencia —en contradicción permanente porque la política es conflicto en estado puro—. Un ministro de Hacienda que se ha considerado siempre infalible en la comisión de errores y un ministro del Interior simplemente incompetente, al que el cargo siempre le vino mayúsculo. Asumió que el operativo policial estuvo en manos de sus subordinados y que los Mossos de Esquadra no respondieron a las expectativas. Pero lo peor no era eso. Lo peor es que lo que se saldó con fracasos estrepitosos no tuvo consecuencias más allá de imágenes lamentables que dieron la vuelta al mundo y que arrastraron un descrédito extraordinario para la fortaleza del Estado. Rajoy fue el peor presidente de la democracia española sobre todo porque eligió, como no podía ser de otra manera, a los peores ministros de la historia. Y con todos ellos entramos en una deriva de incalculables proporciones de la que todavía nos costará salir bastantes lustros o quizás décadas.

Desastre público

Reconociendo que él, el responsable de la policía, dejó en manos de sus subordinados el desastre, pone, sin querer, inconscientemente, en primer plano, una evidencia paradójica brutal. Si con esos tristes e ineficaces mimbres y con los catastróficos resultados producidos, la unilateralidad catalana ha dado estos resultados, qué no hubiera pasado con un ejecutivo capaz y con un Estado prestigiado por su eficacia y proporcionalidad. Seguramente hoy no habría habido juicio porque no habría acusados, pero muy probablemente tampoco viviríamos en este estado de zozobra permanente en que está instalada la sociedad catalana. Tendríamos un Estado autonómico o quizás federal y nuestras autoridades estarían más pendientes de que desaparecieran las colas en los hospitales que los lazos en las barandillas.

El caso crucial de quien mandó el desbarajuste, de a quien se debió la imbecilidad del 1 de octubre, se posterga, en consecuencia a lo que pueda decir Pérez de los Cobos, quien parece ser que organizó —desorganizó— la represión de ese día infausto. Ya nos podemos imaginar lo que dirá. Lo que ya han avanzado los incompetentes del gobierno Rajoy: que si no hubiera habido convocatoria, ni resistencia pacífica, no habría habido cargas. Cierto. Si no hubiera existido jamás la lluvia, nadie hubiera tenido la necesidad de fabricar paraguas. Pero las cosas resultan imponderables, porque existen. Ante la evidencia de la convocatoria, un gobierno competente habría descubierto las papeletas y las urnas a tiempo, habría garantizado una cobertura de los espacios previstos para organizar las votaciones donde la gente no se habría podido concentrar y habría evitado, más que esporádicamente, enfrentamientos con los antidisturbios. Podría haber hecho también lo que hizo el 9 de noviembre que es dejar que la ciudadanía se auto engañara para evitar desgastes de los aparatos del Estado. No hizo ni lo uno ni lo otro y es porque no tenía la dimensión de su ineptitud. Hizo mella en su inopia, las severas críticas recibidas por dejar que el 9 de noviembre hubiera desobediencia en la calle y en las instituciones. E hizo lo peor que podía hacer: dejar en manos de Santamaría y Zoido cosas más bien importantes. Ya se vieron los resultados.

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