De esta manera, el hasta hace poco guardián histórico de una ortodoxia fiscal que sacudió las rentas más bajas en la crisis de 2008, hacía un llamamiento para combatir el populismo fiscal y centrar el foco en las necesidades reales de la gente y del tejido productivo.
Y es que, en estos momentos, más que nunca, una política fiscal responsable no puede consistir en proponer bajar impuestos a troche y moche y al mismo tiempo clamar por el incremento del gasto y la inversión. Ya hemos visto las consecuencias catastróficas que esta política ha tenido en los últimos días en el Reino Unido. Una política fiscal responsable se define en cambio por tener como objetivo reducir la desigualdad, y de ello se deduce su carácter progresivo, que implica que los que tienen mayor capacidad económica aporten en mayor medida mientras se aligera la carga fiscal a los pequeños empresarios y a las rentas bajas. Así pues, el debate no es tanto si se deben bajar o subir los impuestos, sino más bien cómo y a quien se suben o bajan.
La reducción de la desigualdad es también el objetivo que anima la congelación de tasas e impuestos municipales en ciudades como Sant Boi, una medida circunstancial que viene a dar respuesta a la coyuntura inflacionista para desahogar a los más vulnerables.
En última instancia, inmersos en esta crisis compleja, avanzar en la justicia social pasa por seguir la receta de Europa, que recauda como media seis puntos más (6%) que nosotros. Para ello, y en consonancia con las conclusiones del Libro Blanco sobre la reforma tributaria (2022), dirigido por el profesor Jesús Ruiz-Huerta, es necesario fortalecer los impuestos sobre la renta y la riqueza. Una buena manera de refrendar un hecho incontestable: la riqueza de un país es fruto del trabajo del conjunto de su ciudadanía, no sólo del de las grandes empresas y fortunas.
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No(
