La cirugía estética ha dejado de ser una intervención excepcional para convertirse en un fenómeno social de consumo. Lo que antes se asociaba a ciertos problemas médicos, a una reconstrucción tras un accidente o a un deseo muy meditado, se ha transformado en un acto tan normalizado como ir al gimnasio o cambiar de peinado. El acceso más fácil, la constante exposición a modelos de belleza hiperidealizados y la presión social —especialmente sobre los jóvenes— han generado un escenario en el que se multiplican operaciones cuyo objetivo no es la salud, sino cumplir con cánones a menudo inalcanzables.
Este fenómeno está estrechamente relacionado con el auge del edadismo y la obsesión por la juventud eterna: se vende la idea de que cualquier signo de envejecimiento es un error a corregir. Paralelamente, las redes sociales se han convertido en escaparates que glorifican estándares de belleza irreales, filtrados y editados, que generan una comparación constante. En ese contexto, no sorprende que cada vez más jóvenes —incluso adolescentes y menores— recurran a tratamientos estéticos para “mejorar” unas facciones que, en la mayoría de casos, aún están en pleno desarrollo.
Sin embargo, el problema no es solo el aumento de intervenciones, sino el motivo que hay detrás: un deseo profundamente condicionado por tendencias pasajeras y por un mensaje tóxico que asocia belleza con valía personal. Este cambio cultural fomenta una percepción del propio cuerpo como un proyecto siempre inacabado, siempre defectuoso, siempre disponible para ser modificado. Con estos mimbres, la cirugía deja de ser un recurso puntual para convertirse en un camino sin final.
No es lo mollar
La cirugía estética, en sí misma, no es lo mollar. El problema es el contexto cultural que la encumbra, la presenta como solución universal y la utiliza para alimentar una maquinaria que lucra con la inseguridad. Si los jóvenes creen que su apariencia es un proyecto que puede y debe ser corregido constantemente, la cuestión deja de ser estética para convertirse en un síntoma social preocupante. Preocupante porque, como sociedad, estamos transmitiendo que los cuerpos deben moldearse para ajustarlos a un ideal, lo que refuerza las dinámicas de discriminación basadas en el aspecto físico. Y es que, en un contexto saturado de de estímulos visuales que empujan al consumo de procedimientos quirúrgicos como vía rápida hacia la aceptación la imagen corporal, nadar a contracorriente es casi imposible.
La trivialización de estos procedimientos quirúrgicos también está planteando un dilema ético para los profesionales del sector, que no saben o no consensúan dónde poner los límites y no desdeñan la cirugía inducida por la obsesión por seguir un patrón de belleza irreal que acaba degenerando en peligrosos complejos inducidos? La delgada línea entre la autonomía personal y la influencia cultural emborrona cualquier respuesta simple. ¿Hasta qué punto nuestras decisiones sobre el cuerpo son realmente libres y no el resultado de un entorno que nos presiona para encajar en un modelo concreto? ¿Debería haber límites legales o éticos más estrictos para las cirugías estéticas en menores o jóvenes? ¿Es responsabilidad de los profesionales médicos rechazar intervenciones cuando detectan motivaciones poco saludables? ¿Estamos convirtiendo la propia aceptación personal en un lujo completamente inaccesible si no se pasa antes por el quirófano? El debate está servido. III