Lunes 29 de abril de 2024. 11.00 horas. Pedro Sánchez acaba de anunciar que sí, que vale la pena; que no renuncia a la presidencia del gobierno. El asunto ha dado y dará mucho que hablar.
Quiero referirme a una idea del debate: la disquisición sobre si en política todo vale para acabar con el adversario.
El pasado 25 de abril escuché en RAC1 la opinión de Pablo Iglesias al respecto de la carta de Sánchez. Iglesias es uno de los poquísimos políticos que, con verbo fluido, expone sus tesis desde la racionalidad, con claridad envidiable e intencionalidad pedagógica. En esta ocasión, Pablo Iglesias se quejaba de que el Pedro Sánchez de hoy, dolido por denuncias que considera falsas dirigidas contra su esposa, tiempo atrás no se hubiera solidarizado ante los ataques a la reputación de tantos otros (el propio Iglesias o muchos independentistas). Iglesias tiene razón. Sintetizando su argumentación, utilizó la conocida frase de Martin Niemöller: “Cuando los nazis vinieron a llevarse a los comunistas, guardé silencio, ya que no era comunista (…)”.
Ciertamente, el problema viene de lejos: descalificar al opositor, es el pan nuestro de cada día en la política española; de derecha a izquierda, pero también de izquierda a derecha (¿hablamos de las campañas de destrucción personal tramadas en esta comarca?). Eso sí: la derecha dispone de más artillería. Apunto dos de los factores que favorecen la eficacia de las descalificaciones: la cultura y la magistratura.
Es constatable que en España falta cultura política; déficit que se explica por nuestra Historia. Una deficiencia que, lamentablemente, no se ha corregido en casi cincuenta años de democracia. Los partidos no han encontrado el momento de ayudar a elevar la formación democrática de la población. Siempre hay una urgencia; siempre la misma: ganar las próximas elecciones. Como sea. Y se gana simplificando las realidades complejas: discursos limitados a dar consignas, señalando buenos y malos; descalificando a los no partidarios.
La magistratura española, en el último medio siglo, ha vivido pocas modernizaciones. Lo ejemplifica el hecho de que la Audiencia Nacional se crease durante el mandato de Adolfo Suárez, cambiándole el nombre al Tribunal de Orden Público (que a su vez, había sustituido al Tribunal Especial de Represión de la Masonería y el Comunismo). Llámese como se llame, es un tribunal de competencia supraprovincial que quiebra el principio internacional del juez natural. Tampoco tranquiliza que ya no estén en activo jueces que ejercieron antes de 1975. El problema de la magistratura española radica en su acceso: un sistema de oposición con base memorística que selecciona jueces treintañeros, sin experiencia laboral ni vital; ofreciéndoles una carrera profesional basada en el sometimiento al escalafón y la jerarquía; sin riesgos; formando parte de un cuerpo de élite del Estado, endogámico, llamado a velar por la aplicación de la Ley… según su interpretación. Es una oferta laboral atractiva para perfiles conservadores.
En consecuencia, no puede extrañarnos que en momentos críticos, cuando la derecha toca a rebato y Aznar pide que: “El que pueda hacer, que haga”… algunos magistrados, hagan.
Pedro Sánchez, y antes, Pablo Iglesias, Mónica Oltra, Irene Montero, Xavier Trias, como tantos otros, se han quejado del acoso recibido. Pero no reaccionaron cuando no eran ellos los vilipendiados. Ya lo decía Edmund Burke, “para que el mal triunfe sólo se necesita que los hombres buenos no hagan nada”.
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