Vivimos unos tiempos en que cada día que pasa se suceden acontecimientos en el entorno político, a nivel mundial, a un ritmo vertiginoso que hace que lo que hoy es acuciante actualidad, por la importancia de lo que haya acaecido, en poco tiempo se vea superado por los cambios que experimenta la geopolítica debido a la catarata de decisiones tomadas por los dirigentes que manejan los hilos de lo que trasciende en el planeta.
Este inquietante presente nos sacude de la comodidad en que, al menos en Occidente, estábamos instalados desde que cayó el muro de Berlín. La contundencia de los hechos que acaecen nos pone ante el espejo de lo que, a menudo, fingimos que no pasa. El conflicto palestino-israelí, enquistado y nunca resuelto, estalla en Gaza con una ferocidad que supera los estándares tradicionales y lo hace dejando miles de víctimas inocentes y cientos de miles de desplazados, desencadenando una crisis humanitaria descomunal.
La guerra entre Rusia y Ucrania ocasiona un conflicto en las mismas puertas de Europa de imprevisibles consecuencias, además del éxodo de millones de ciudadanos ucranianos repartidos por todo el continente.
Los distintos procesos electorales en Latinoamérica nos recuerdan que los dictadores y los autócratas manejan casi con total impunidad el destino de millones de personas que ven frustradas sus esperanzas de mejorar sus condiciones de vida e igualdad de oportunidades. Venezuela, Nicaragua, El Salvador…son solo algunos ejemplos que ilustran los déficits democráticos en esa zona en pleno siglo XXI.
Los permanentes conflictos en el África Subsahariana, en el Sahel, en África central, se han convertido en guerras intestinas que parecen eternas y de las que no se vislumbran atisbos de solución.
Irak, Irán, Afganistán, Siria, Líbano… escenarios de guerras civiles que nunca acaban y regímenes totalitarios, como los de los talibanes, que impiden un progreso pacífico e igualitario a sus ciudadanos, orientando sus energías al empoderamiento militar y no a las mejoras sociales de sus habitantes.
India, Pakistán, las dos Corea, ejemplos de naciones que vieron separados sus iniciales destinos compartidos por intereses y decisiones tomadas desde metrópolis colonizadoras y que no supieron, o no quisieron, hacer transiciones justas y ordenadas en el proceso descolonizador.
Por si estas pinceladas planetarias acerca de conflictos y agravios entre países y civilizaciones no fueran lo suficientemente alarmantes, asistimos en el presente a la aparición de líderes políticos que, erigiéndose y proponiéndose como “paladines” de la salvaguarda de los más rancios “valores” que ya dábamos por enviados a la papelera de la historia, alteran todos los ecosistemas geopolíticos hasta límites insoportables.
La nueva irrupción de Trump (elegido en EEUU por una amplia mayoría) con su guerra arancelaria, amenaza con deteriorar, aún más, los frágiles equilibrios por los que transita el mundo. Y no está solo en el empeño de tal temeridad. Los Milei, Orbán y Netanyahu de turno aplauden y promueven sus fanfarronadas y delirios, que no auguran nada bueno.
¿Y China? Sentada en un trono desde el que observa los erráticos movimientos de unos y otros en el turbulento escenario mundial. De momento, observa… ¿solo?
En fin, todo este preámbulo viene a colación como consecuencia de la lectura de un libro tan didáctico y revelador como inquietante: PRISIONEROS DE LA GEOGRAFÍA (Ediciones Península, 2017). La que yo he leído es la duodécima impresión, actualizada, de 2024), de TIM MARSHALL (Leeds, Inglaterra, 1959).
Este periodista británico, con más de veinticinco años de experiencia como reportero, es una autoridad mundialmente reconocida en materia de información internacional. Autor de una gran cantidad de libros con un éxito incuestionable, nos presenta en PRISIONEROS DE LA GEOGRAFÍA un análisis exhaustivo y lleno de erudición la importancia decisiva de la geografía para explicar el devenir histórico de la humanidad en general. Y lo hace a través de diez mapas en los que despliega miles de datos y referencias históricas para aproximarnos a la comprensión de una evidencia que no admite cuestionamiento alguno.
Es una obviedad que la geografía es un factor determinante en la constitución y evolución de las civilizaciones y de la humanidad en su conjunto desde el inicio de los tiempos.
Por poner algunos ejemplos que sirvan de justificación a la contundencia de la afirmación anterior, ¿alguien se imagina la opulencia y prosperidad del Egipto de los faraones sin tener en cuenta el curso del río Nilo? ¿O las posibilidades de expansión que tuvieron los sucesivos emperadores romanos gracias a la ubicación de la sede imperial en el valle de las siete colinas cercanas al río Tíber? Y, por poner ejemplos más próximos y cercanos al lector, en tiempo presente, ¿tienen las mismas opciones de progreso y prosperidad ciudades como Teruel, Soria, podría nombrar otras muchas, que Bilbao, Barcelona, Valencia o Madrid?
Es evidente que no y gran parte del argumentario para certificar tal realidad tiene que ver, y mucho, con su situación geográfica.
Al finalizar la lectura de este apasionante libro (recomiendo leerlo en pequeñas dosis para asimilar tanta información) quedo todavía un poco más preocupado, si cabe, por la deficiente salud de nuestro planeta. Y soy consciente de la ingente tarea que se nos viene a todos los habitantes, nuestros representantes políticos los primeros, en la imperativa necesidad de buscar y encontrar remedios que ayuden a sanar a nuestro hábitat, la Tierra. Me viene a la memoria una reflexión que hacía Simon Weynachter (personaje de la serie ‘Sangre y dinero’, interpretado por el actor Vincent Lindon): “…Necesitamos reparar el mundo, pero cada uno de los posibles reparadores tiene su fórmula… y sus efectos no son inocuos. Los probables efectos secundarios de cada terapia reparadora podrían superar, en negativo, a los beneficios pretendidos.”
¿Será posible sanar sin dejar secuelas negativas irreparables? En lo que dependa de nosotros al menos tenemos que intentarlo, lector@s empedernid@s. III