Es una gran verdad que la crisis económica condiciona la vida de muchas familias, ya sea por la pérdida de trabajo, ya sea por imposibilidad de pagar las hipotecas, ya sea por no poder cubrir mínimamente lo más cotidiano.
La crisis provocada por el “capitalismo” más feroz y despiadado (especulación desenfrenada, ganancia fácil y rápida, ambición egoísta, beneficio económico a costa de empobrecer amplias capas de la sociedad, etc.) es un hecho que nadie puede ocultar.
Hay muchos “foros” de debate y una cierta contestación social que refleja esta insatisfacción. Pero no seamos ingenuos, la crisis económica es sólo una parte del problema, es una consecuencia derivada de otras grandes crisis de la sociedad. Destaco esta breve reflexión en un punto:
Egocentrismo – egoísmo – egolatría.- Entre todos hemos construido una convivencia “reduccionista y utilitarista”, es decir, hemos creado una visión del mundo centrada excesivamente en el “yo”, con la consiguiente ausencia de importarnos el “tú”.
Busco mi placer, mi comodidad, mi éxito, mi bienestar, mi satisfacción, mi realización,… sin importarme demasiado el “prójimo”. “Yo” como único criterio del bien y del mal, de lo justo o lo injusto, de aquello que es verdad o mentira,… De esta visión se desprende como consecuencia: reducir al “otro” a un puro objeto que cubra mis necesidades o ambiciones más egoístas. Si a esto añadimos la pérdida o la ausencia de una mirada transcendente de la vida, en el que todos nos necesitamos para construir un mundo más justo, más solidario, más centrado en la verdad incómoda que en las mentiras cómodas, que nos cuestione sobre ¿quién soy yo?, para así abrirnos a la gran pregunta: ¿quién sostiene este orden natural, dónde el plantearse la existencia de Dios, ya no nos moleste?
Sin esta visión abierta al “misterio”, el ser humano se convierte en un sujeto centrado en sí mismo que huye continuamente de la responsabilidad, del compromiso, del sufrimiento, de concienciarse de que es caduco,… se construye, de esta manera, una existencia donde acepta aquello que es útil para su bienestar y rechaza todo aquello que le hace presente su limitación o su pequeñez.
De esta forma nos convertimos en un “dios” que sigue los impulsos del “me gusta o no me gusta, me atrae o no me atrae, me satisface o no me satisface”, y se olvida, a veces inconscientemente, de que la razón principal de nuestra vida se realiza en cuanto se comparte o nos entregamos al “tú”.
La familia es la mejor escuela para entender esta realidad, donde necesito del “otro” para realizarme y aprender a vivir, sean los abuelos, los padres, los hijos o los hermanos. La crisis de la familia, evidente en el mundo actual, desencadena al mismo tiempo una crisis de identidad y de desorientación del individuo, que busca su refugio en las seguridades del dinero, del afecto desordenado, del poder o de una comodidad enfermiza.||