L’ Hospitalet tiene una deuda pendiente con el Samontà. Difícil de cuantificar, pero la tiene. Los cinco barrios que lo conforman –Pubilla Cases, La Florida, Les Planes, Collblanc y La Torrassa–, que emergieron como setas durante el desarrollismo franquista agotando sin orden ni concierto todo el suelo urbanizable, llevan demasiado tiempo en un involuntario e inmerecido segundo plano. Comprensible, en cierto modo, porque el Ayuntamiento de la ciudad se ha fijado durante este tiempo otras prioridades, todas ellas lícitas, justificadas y justificables . Y es que, al final, el presupuesto municipal no llega para todo y hay que tomar decisiones políticas, guste o no.
Con una balanza romana en la mano, y pensando solo en clave de ciudad global, las operaciones municipales de envergadura puestas en marcha en el último medio siglo seguramente sean más interesantes o más beneficiosas para el conjunto de la ciudad que la intervención en el Samontà. O, al menos, parece razonable. Hablamos del impulso de la monumental plaza Europa, y las sinergias surgidas al amparo de la Fira, los hoteles (hace 30 años L’ Hospitalet no tenía prácticamente ninguno y ahora es un referente de las pernoctaciones de negocios), el soterramiento de la Granvia (sutura de áreas de nueva centralidad como Granvia 2 o la Ciutat de la Justícia, que vivían de espaldas), el eje de Amadeu Torner (clave para la vertebración de Santa Eulàlia), la reconversión de los polígonos Pedrosa y Granvia Sud en el Distrito Económico, el proyecto de Cosme Toda (y otros, en Sant Josep) o el Distrito Cultural que florece entre la carretera del Mig y la calle Cobalt. Y el barrio Centre, siempre más mimado que los demás, como en todas partes.
La segunda ciudad de Cataluña –un honor del que presume desde 1940– siempre ha tenido problemas de articulación, de cohesión y de imbricación interna por su particular forma de expansionarse urbanísticamente. Los barrios no se miran entre ellos, miran hacia afuera: Bellvitge y Gornal hacia la C-31 y el Samontà hacia la N-340, por ejemplo, y prácticamente el resto de distritos hacia las vías de tren, que actúan como una barrera infranqueable. Todos ellos, piezas de un puzzle de difícil encaje, troquelados como una parte, nunca como un todo. Con estos mimbres poco podía hacerse. Es un argumento plausible como excusa, pero no justifica que la situación esté tan tensionada como está, con 140.000 habitantes (la mitad de la población total) entre dos fuegos cruzados: el del peso caótico del pasado y el de las deficiencias del presente. No es justo que haya dos Hospitalets: el del sur (más boyante y moderno) y el del norte (más degradado y sin aspiraciones). Solo por la procedencia de sus habitantes son diametralmente opuestos.
Hace unos años se acometió una tímida reforma urbanística en Collblanc que liberó espacios, como la apertura del eje Vallparda-Creu Roja, y jaleó la construcción de un CAP, un parking público subterráneo y pisos sociales en las antiguas Frasquerías Pedret (que también permitió ampliar el Parc de la Marquesa). La actuación fue menos ambiciosa de lo esperado –sigue habiendo edificios arcaicos desalineados en la calle Vallparda, por ejemplo– pero puso a este barrio un poco por encima del resto del Samontà. Eso no significa que no haya habido intervenciones de nivel en el resto del territorio, como la reforma de la plaza Ibiza o la plaza Española… pero siguen sabiendo a poco.
Es incuestionable que el ímpetu del Samontà –aunque solo sea por su potencial humano– ha aportado un buen rédito a la ciudad (mínimo, por la vía impositiva) y ésta lo ha aprovechado para su beneficio. Pero igual de cierto es que hay un sonrojante déficit en la relación inversa. Siempre se ha esperado más. Y hasta la esperanza se ha perdido. Muy pocos de los vecinos del Samontà de los años 80 siguen residiendo a día de hoy en sus cinco vértices debido a las carencias, entre mudanzas de jóvenes y defunciones de mayores. El impresionante flujo migratorio desde el arranque del siglo XXI ha compensado esta pérdida de población y ha aportado diversidad, pero a costa de la cohesión y del sentido de pertenencia. El censo actual es inestable, con continuas altas y bajas. Más del 30% de los residentes del Samontà (casi uno de cada tres) viven aquí desde hace menos de cinco años, lo que convierte en “esencial, fomentar el arraigo y la vida comunitaria”, como defiende el propio alcalde, David Quirós, en esta edición de El Llobregat. O iremos a peor en esta de torre de Babel con nacionalidades múltiples.
El incipiente Plan de Samontà puede ser un muy buen trampolín para dar un vuelco a la situación, compensar el desequilibrio entre el norte y el sur de la segunda ciudad de Cataluña y mejorar la calidad de vida de los ciudadanos y sus expectativas. Estamos tal vez frente a la última oportunidad para un territorio al que se le han brindado pocas a lo largo de su convulsa historia y es crucial que ésta llegue a buen puerto. L’Hospitalet está en deuda con el Samontà. Ya es hora de que se giren las tornas. III