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izquierda: avenida Torrent Gornal, frontera entre Collblanc, la Torrassa, la Florida y les Planes (eje Diagonal-granvia). centro: jardines de ‘Los Diablos’, en Collblanc. derecha: avenida Primavera  (La Florida)
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izquierda: avenida Torrent Gornal, frontera entre Collblanc, la Torrassa, la Florida y les Planes (eje Diagonal-granvia). centro: jardines de ‘Los Diablos’, en Collblanc. derecha: avenida Primavera (La Florida)

Descubre cómo el Samontà de L'Hospitalet pasó de agrícola a hervidero multicultural en solo un siglo

Mi barrio multicolor de toda la vida

viernes 09 de mayo de 2025, 16:00h
El Samontà, un campo de secano orillado hacia la vetusta N-II, pasó de contar con 300 habitantes en 1900 a 162.000 en 1970. Desde los años 80 del siglo pasado el norte de L’Hospitalet fue perdiendo población hasta el ‘boom’ de la emigración del 2000.

Serrat canta que nació en el Mediterráneo. Yo también. Concretamente en L’Hospitalet, en el desaparecido hospital de la Creu Roja de Collblanc y, sin saberlo entonces, en el corazón del Samontà. Viví, me crié y crecí en La Torrassa pero he vuelto a mi barrio natal. Mis abuelos y mis padres llegaron a La Torrassa a principios de los 50, en el inicio del boom demográfico. Cuando mi abuelo Joaquín empezó a construir la infravivienda de alquiler en la que moró toda su vida –junto a mi abuela Simona, Juanito (mi padre), mi tío Paco y un buen número de conocidos y familiares acoplados desde Cuenca de forma temporal– y cuando mi familia materna (el clan Mezquita) hacía lo propio levantando casi media manzana justo al lado, en el Samontà había 44.000 vecinos.

Cuando yo nací, 20 años después, ya éramos 162.00 almas las que nos apretujábamos en dos escasos kilómetros cuadrados. Mis recuerdos de infancia y juventud navegan entre calles bulliciosas –siempre llenas de gente arribadas de todos los puntos de la geografía española–, con muchos comercios de proximidad (en los que se me conocía como el hijo de la Esther), fachadas desgarbadas y coches mal aparcados colonizando las aceras. No recuerdo muchos espacios libres quitando unos huertos (en los que ahora luce el Parc de La Torrassa), la vital plaza Española y la del mercado de Collblanc. Por eso, el regocijo vecinal fue unánime cuando se liberó el Parc de la Marquesa. Mis tíos Nieves y Alfonso y la hija del practicante de mi calle y amiga de la familia (que acabó siendo la concejal socialista Marialluïsa Ferré) tuvieron mucho que ver con aquello. Y en la recuperación de la Torre Barrina, (donde mi madre, años después, consiguió sacarse con orgullo el graduado ESO) y en tantas conquistas sociales con la parroquia de los Desamparados –y el eterno Mossen Valentí Balaguer (para mí, que me bautizó, me dio la primera comunión y me impartió el cursillo pre-matrimonial, solo Mosén Valentín), el más longevo sacerdote de la Archidiócesis de Barcelona–, como testigo.

Orgullo de barrio

Me siento orgulloso de ser de donde soy, aunque de adolescente lo escondía porque se ligaba más diciendo que eras de Barcelona. Pero en el fondo presumía de llevar un Ramoncín por dentro. Tenía su aquel. Es agua pasada. Como el agua de ese mar que nos birlaron en 1920 para montar la Zona Franca. Sí. L’Hospitalet tenía playa y también se extendía hasta Finestrelles y Collserola (50 hectáreas arrebatadas por la capital catalana en 1923 con la excusa de abrir la Diagonal, justo dónde pronto se levantará el nuevo Hospital Clínic). Eran otros tiempos, sin duda. En 1900, apenas vivían en el Samontà 300 personas. El actual y abarrotado enjambre humano fue una zona agrícola de secano, muy poco habitada hasta 1914.

Presentación de la marca del centenario de L'Hospitalet en la plaza Española (La Torrassa)

A partir de ahí, ese núcleo disperso –nacido en tiempos de Carlos III al amparo de la construcción de la vetusta N-II (ahora carretera de Collblanc)– sufrió un milagro demográfico como el de los panes y los peces. En los años 20 del siglo pasado, el crecimiento fue espectacular de la mano de la Exposición Universal de 1929 y las obras de prolongación de la actual L1 del metro hasta Santa Eulàlia. L’Hospitalet pasó esa década de 4.000 a 20.000 habitantes (12.000 de ellos, es decir, el 60% en el Samontà). En los años 30, Collblanc y La Torrassa acogían a 23.000 de los 37.000 vecinos de la ciudad. Y en 1940, cuando L’Hospitalet se convirtió en la segunda ciudad de Cataluña (con 51.000 habitantes nada más y nada menos), mis dos barrios daban cobijo a 30.000 coetáneos.

Se edifica todo lo que se puede edificar

Y llegó el franquismo y la explosión poblacional definitiva del Samontà. Entre 1950 y 1970 se ocupó urbanísticamente toda la superficie que se podía ocupar y se edificó todo lo susceptible de ser edificado, sin orden concierto ni pauta. Proliferó la auto-construcción de casas bajas, de una planta, que con el tiempo se dilataron en bloques, al superponerse más pisos sin demasiado esmero estético. El salto es vertiginoso. El Samontà se multiplica y convierte sus 44.000 habitantes del inicio de la postguerra en los 165.000 de la transición. El inicio de los 70 dispara la construcción de nuevos edificios –de más altura– y germinan, por ejemplo, los Blocs Florida (Les Planes) o las viviendas de la Luz, en la avenida primavera (La Florida). Y se echa el freno, porque ya no cabe ni un hospitalense más. Al revés, muy lentamente, el censo municipal de las cinco barriadas se va desangrando.

Mientras los boomers y los generación X exprimíamos la locura de los 80 se giraron las tornas. Muchos hijos y nietos de los emigrantes de la posguerra (sin ponernos de acuerdo, palabra de honor) iniciamos a contrarreloj un éxodo y una diáspora por la corona metropolitana (o más lejos, como mi hermano Jordi, que se instaló en Valencia) y nos fuimos. La comunidad del Samontà cayó hasta los 108.000 habitantes. Dejó escapar al grueso de su juventud, una tercera parte de sus moradores.

Eclosión extra-comunitaria

Yo resistí atrincherado en mi piso de La Torrassa con mis dos hijas hasta el cambio de milenio, lo justo para descubrir asombrado –mientras hacía maletas y me entristecía con la mudanza– que mi barrio había mutado extremadamente de la noche a la mañana, con la fulgurante eclosión del asentamiento de población extra-comunitaria, que sigue al alza. “Son los años en los que más se crece de toda la historia”, sostiene Néstor Cabañas, técnico de proyectos estratégicos de L’Hospitalet.

Es un calco de lo acaecido con la emigración del franquismo pero más rápido e intenso. Nacionalidades, idiomas, razas, religiones y costumbres tan dispares como los cinco continentes no dejan de mezclarse como en un caleidoscopio en un nuevo hormiguero humano formado por 140.000 individuos únicos, de pura diversidad. Tras la pandemia –junto a otros 12.000 recién llegados– volví a asentarme en Collblanc. Mi nuevo/viejo barrio sigue siendo un estridente e inquieto hervidero tanto o más que en mi infancia. Lo noto diametralmente diferente pero lo siento igual. Como un dejà vu donde cambian las personas y su lugar de procedencia.

Mis nuevos amigos

La tienda de ultramarinos de unas paisanas de mi padre ahora es un colmado paquistaní; la frutería de siempre, colombiana; el bar de tapas de la esquina, chino; y hay un disco-bar latino al que nunca he entrado con una parroquia que habla español con todos los acentos de América, dicen. Mi peluquero es unas veces Mandeep, de la India, otras, mi pana Adriel, de la República Dominicana. La carnicería del barrio es Halal y me despacha bistecs sabrosísimos mi amigo Ahmed. Las cajeras y los reponedores de los supermercados son de todas partes y pocas veces los mismos. Hay mucha rotación. A mi hijo pequeño, que está conmigo los fines de semana, le choca la amalgama. En 2022, había censados en L’Hospitalet 146.000 extranjeros de todas las banderas imaginables (casi la mitad del padrón), la mayoría en el Samontà, donde la vivienda –por decrépita y sembrada de barreras– es más asequible y atrae a quienes menos tienen.

Pero hay algo que diferencia radicalmente a mi feo barrio de antes a mi algo más presentable -el urbanismo es un buen maquillaje- barrio de ahora. Es inestable. Su población foránea fluctúa, está como de paso. Hay altas y bajas en el censo a razón de 10.000 por año. La vecindad es volátil, lo que genera “un caos en los servicios públicos”, reconoce Cabañas, con empadronados que ya no están y otros residentes que sí viven aquí pero no constan. Y el drama de la matrícula viva: multitud de escolares que llegan a mitad de curso y se encajan con calzador en una clase, muchas veces sin conocer ni el idioma. Y el caos, por controlado que esté, genera desconfianza y al final, la desconfianza es la antesala de la inseguridad y el rechazo.

Los más viejos se marchitan

Al pisar las calles, o al sentarme en un banco de los novísimos Jardines de Los Diablos, me invade la nostalgia. Compruebo cómo mis vecinos de siempre se marchitan hasta que dejo de verlos. Sus herederos no quieren sus pisos y se los sacan de encima a bajo precio, pese a la escasez de vivienda (en esto mi familia es la excepción, la mayoría siguen enrocados en su hogar de siempre). Los pisos heredados podrían ser una puerta para que se emanciparan sus nietos, por ejemplo, si no vieran al Samontà con tan malos ojos. Por eso es tan necesario que el plan para revitalizar los barrios vulnerables de L’Hospitalet que va a ponerse en marcha cuaje y sea un atractivo aliciente para que no se piren los pocos que sobreviven de mis tiempos mozos y para que sus descendientes se queden o regresen. Nos merecemos esta segunda oportunidad. III

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