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CITY LIGHTS

El último ronin
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El último ronin

Por David Aliaga Muñoz
domingo 07 de diciembre de 2025, 11:00h
Cuando a principios de este año ECC se declaró en concurso de acreedores, dejó sin editorial a una de las franquicias de entretenimiento más populares de las últimas décadas: las Tortugas Ninja. Era de prever que los personajes creados por Peter Laird y Kevin Eastman en los ochenta no iban a tardar demasiado en regresar a las mesas de novedades y, efectivamente, solo unos meses después del cierre de ECC, el sello independiente Moztros anunció que se había hecho con sus derechos de publicación en España. Con todo, no ha sido hasta finales de año cuando Michelangelo, Raphael y compañía han regresado a las librerías. Y Moztros ha escogido estrenarse como editorial de estos singulares personajes surgidos del cómic underground reeditando el que probablemente sea el cómic más interesante y exitoso de la franquicia en muchos años y que, a la postre, viene a ofrecernos un oscuro y emotivo epílogo a las aventuras de estos queridos personajes: El último ronin.

El primer argumento para desembolsar los 22,90€ que marca el precio de portada de la edición en rústica de Moztros lo encontramos en la página de créditos del tebeo. Y es que tras más de dos décadas sin firmar ningún trabajo conjunto —debido a las profundas diferencias creativas que llegaron a separarlos y a sus desacuerdos relacionados con la explotación comercial de la marca—, Eastman y Laird aparecen junto a Tom Waltz como guionistas de la obra. Aunque tiene truco. Y es que no se trata de que los hombres que creasen a los quelonios mutantes hayan acercado posturas y se hayan sentado a escribir juntos de nuevo. Que el nombre de Peter Laird aparezca junto a los de Eastman y Waltz se debe a que El último ronin es una historia en la que los fundadores de Mirage Studios comenzaron a trabajar juntos en 1987, aunque no llegasen a concluirla.

Retomada casi cuatro décadas después por Eastman, en este caso, auxiliado por Tom Waltz, en el tebeo se aprecia aquella aspereza de los cómics originales, de la que poco a poco se había ido desprendiendo cualquier producto publicado con el logotipo de una franquicia que por mucho tiempo ha estado más preocupada de vender juguetes y camisetas que de volver a poner en manos del lector buenas historias. De hecho, Eastman ha expresado en más de una ocasión que habían escrito este guion precisamente tratando de hacer “una aproximación adulta a los personajes”. Y tanta es la crudeza que las autoridades norteamericanas lo calificaron en el momento de su publicación en inglés como un producto no recomendado para menores de dieciocho años.

Un cierto punto punk

Además del sabor clásico y hasta cierto punto punk que se aprecia ya desde las primeras páginas (y a pesar de que también se hace evidente la mano de Waltz sosteniendo las riendas de una narración que en manos únicamente de los Eastman y Laird de finales de los ochenta se habría desbocado mucho más), el planteamiento argumental invita a pensar en El último ronin como el broche que, más de tres décadas después, podría haber cerrado la colección con la que todo empezó. Envuelto en una atmósfera crepuscular que invita a pensar en El Viejo Logan o El regreso del Caballero Oscuro, incluso en westerns como Centauros del desierto, el tebeo nos sitúa en una Nueva York distópica que tiene un poco de pesadilla postapocalíptica al estilo de La carretera de Cormac McCarthy y otro poco de ciencia ficción à la Philip K. Dick. La Gran Manzana ha caído en las garras de un Clan del Pie liderado de Oroku Hiroto, nieto de aquel Shredder que los lectores de El Llobregat tal vez recuerden como antagonista de las películas y los dibujos animados de las tortugas allá por los noventa. El maestro Splinter y tres de sus hijos adoptivos han sido asesinados por dicha organización. Y el único superviviente de la familia, roto por el dolor de la pérdida y convertido en un guerrero sin clan, en un ronin proscrito, se ha prometido sobrevivir hasta conseguir vengar a los suyos y someter a los culpables a la fría justicia de su espada.

Esa premisa argumental apela de forma nada disimulada a la nostalgia y al afecto que los lectores puedan sentir por estos personajes para que la obra cause impacto, aunque no estoy seguro de que un lector que llegue a sus páginas sin conocerlos no vaya a notar el golpe de todos modos. Desde las primeras páginas, el tebeo sitúa al único superviviente de entre los cuatro protagonistas originales en una situación de riesgo para su vida, pero también de gran vulnerabilidad emocional: las viñetas dibujadas por Ben Bishop, Esau Escorza e Isaac Escorza nos lo muestran hablando constantemente con el recuerdo de sus hermanos ausentes, que no acabamos de tener claro si es que lo acompañan de forma espectral o si es que los ve y los escucha aconsejarlo y lanzarle reproches solamente porque su mente quebrada por su duelo los inventa.

Habilidad para ocultar la identidad

Otro de los aciertos que ha cimentado el interés de los lectores por esta obra y que ha hecho que no haya dejado de traducirse y reimprimirse en los cinco años que han pasado desde su publicación original en Estados Unidos es la habilidad de Tom Waltz y Kevin Eastman (y vamos a pensar que también de Peter Laird) para ocultar la identidad del último ronin hasta la última página del primer capítulo. Hasta el momento de la revelación, el último ronin no luce la bandana de color que a partir de la serie de animación de 1987 permitía distinguir a los hermanos, y luchaba haciendo un uso indistinto de sus cuatro armas características. La maniobra funciona de fábula en lo narrativo, en tanto que aporta suspense y tensión, pero también ofreció un notable rédito promocional en los meses previos a su publicación, ya que logró que las redes sociales hirviesen con teorías que argumentaban a favor de cada uno de los cuatro hermanos: que si tenía que ser Leonardo porque en la portada del primer capítulo llevaba una katana, que si iba a ser Raphael porque era al que más le pegaba el tono violento y angustioso de la historia…

Probablemente el aspecto en que la novela gráfica toma más distancia de la colección original o de muchas de sus iteraciones posteriores es en que se toma en serio a sí misma. Aunque incorpora ciertas gestos humorísticos, Waltz le ha impreso un poso reflexivo que ni mucho menos era tan marcado en los cómics de los ochenta. Leemos a la tortuga superviviente reflexionar sobre el papel de la violencia en la sociedad, de cómo ésta se ha ido conduciendo a sí misma al estado de degradación en que se encuentra, del lugar de fragilidad en el que eso deja a los niños… quizá porque, como suele suceder con las buenas sagas, el protagonista y sus circunstancias han madurado al tiempo que lo hacían sus lectores, propiciando que, al reencontrarse, puedan reconocerse en sus cicatrices, en el polvo que ensucia sus zapatos. III

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